domingo, noviembre 30, 2008

Tu mano gris sobre el asfalto

Sobre un hecho real

Estás allí como dormido, sobre el piso de la calle, separando una avenida en dos perfectas mitades. Los hombres que te rodean tienen dos cualidades evidentes: están uniformados y son completamente desconocidos para ti. ¿O los habías visto antes? Tal vez no y ellos tampoco te habían visto. Pero ahora te ven, y te ven los que pasan en sus carros, y te ven los que cruzan la calle y te ve el que se asoma por la ventana en aquel edificio bajito. Hoy, y sólo por hoy, eres el centro de atención.
Tienes la misma postura desde hace horas. No la vas a cambiar hasta que alguien decida moverte. Van a levantar tu cuerpo, como se dice oficialmente. La sábana blanca te cubre casi por completo, pero deja descubiertos tu delgadísimo brazo izquierdo y tu pierna derecha vestida con un pantalón negro, demasiado viejo y demasiado roto. La sabana tampoco logra cubrir completamente un bulto que está a tu lado, de esos que usan los niños para ir al colegio. Aunque también es negro, como el pantalón, su uniformidad azabache se rompe por la presencia de unos superhéroes dibujados en colores vivos. Tu bulto reposa junto a tu cuerpo y ambos parecen igual de vacíos. Pero a diferencia de él, tú nunca tuviste héroes.
Tu cuerpo rompe la rutina cotidiana de miles que pasan por esas mismas calles todos los días. Eres un placer morboso para la mayoría. Una obligación y un deber para los uniformados. Eres una secuencia de segundos, minutos y horas que constituyeron una vida sin gloria. Y sobre el asfalto, tu mano gris de tanto sucio y de tanto olvido, por fin descansa inerte. Ya no se extiende para esperar dinero, no escarba en basureros, no consuela a tu estómago atormentado por el hambre y dolores antiguos. Tu mano gris de dedos finos se explaya placidamente en medio de ese sueño hermoso para ti, ese mismo que otros insisten en llamar muerte…

Joanna Ruiz Méndez

viernes, noviembre 28, 2008

Thomas Mann el alpinista



Doce años. Este fue el tiempo que le demoró a Thomas Mann escribir Der Zauberberg. En español: La montaña mágica. Doce años que comenzaron en 1911, cuando su esposa tuvo que ser internada en un sanatorio por encontrarse muy delicada de salud. Allí comenzó a gestarse la idea de este libro, inmenso en todos los sentidos, en el que Mann recorrió sin prisa los vericuetos de la convivencia humana, modelados por la política, las clases sociales, la enfermedad, la muerte y, obviamente, por el amor.
Hans Castorp, un joven ingeniero naval, llega a un sanatorio en Davos para visitar a su primo, Joachim Ziemssen, quien padece una grave enfermedad que lo ha obligado a abandonar temporalmente la carrera militar. El plan original de Castorp es permanecer sólo tres semanas en los Alpes suizos, pero aún éstas son suficientes para darse cuenta de que el tiempo pasa muy diferente entre “la gente de arriba”. Esta nueva percepción del tiempo se une a un extraño ardor en el rostro y a un sopor que lo invaden casi desde su llegada al sanatorio. Además los puros Maria Mancini, sus favoritos, no pueden consolarlo: por alguna razón, deja de disfrutarlos como antes. Desde que llega, Castorp se convierte en un aprendiz de ese nuevo mundo, al que comienza a pertenecer sin darse cuenta, y a ratos logra alcanzar esa rara sabiduría de quien coexiste con la presencia inevitable y certera de la muerte.
Así como otras obras indispensables, La montaña mágica no depende de un magnífico final. Lo realmente magistral es el contenido y la habilidad del autor para hacer que al lector asuma innumerables veces el papel del protagonista. Ambos, Hans Castorp y el lector, deben emprender ese viaje de iniciación que implica el conocimiento profundo de la vida. No se puede leer de otra forma. Así como Castorp sufre una transformación desde su llegada al sanatorio Berghof, nadie vuelve a ser el mismo después de terminar este libro, en donde las a veces graciosas contradicciones y vivencias de los personajes se convierten en un reflejo dramático del entramado histórico y sociopolítico de un continente a un paso de la guerra.
No fueron en vano los doce años que le tomó a Thomas Mann crear esta historia atípica. Tal vez esta falta de prisa e infinita paciencia se debieran a una certeza interior que le indicaba que las obras maestras se gestan lentamente. O que lo distrajera el fragor de la Primera Guerra Mundial, que le rugía en el oído y le transformaba las ideas en la cabeza. También que se agotaran pronto los aportes que le ofrecía la experiencia de su esposa enferma y se encontrara con que el resto del libro debía completarlo con su imaginación pródiga, su inteligencia prodigiosa y su vasta cultura, que nunca exhibe de forma chocante. Pero de cualquier manera, un día se consiguió con que la había terminado y con eso llegó a la cumbre de la literatura. Como el mejor de los alpinistas, Thomas Mann llegó a la cima. Y a diferencia de ellos, no se conformó con este logro: también nos regaló la montaña.

Joanna Ruiz Méndez

martes, noviembre 18, 2008

El cuaderno rosado

Era un cuaderno rosado, casi fucsia, con un oso super tierno en la portada. Arriba del oso se leía la frase “Little Friends”, que me sirvió de nick alguna vez en el messenger. El cuaderno en sí no tenía nada de especial, pero pasó a formar parte importante de mi historia personal por haber sido mi primer, y hasta ahora único, cuaderno de poemas.
No sé como lo hice oficial, sólo sé que ya estaba cansada de hacer poemas en la parte de atrás de mi cuaderno del colegio, en las tapas que separaban las materias y en las circulares que mandaban y que nunca le entregué a mi mamá. En uno de esos arrebatos de disciplina y orden que a veces me entran, decidí que organizaría todos los poemas en un solo lugar. Y ahí fue que entró el cuaderno en escena. Creo que lo agarré porque era el único nuevo que había en mi casa y me gustaba el cuento de que era rosado, decía Little Friends y tenía un oso.
Sé que en la primera página le coloqué una dedicatoria e, inspirada por Neruda, no le colocaba nombres a los poemas sino los enumeraba. Así fue como yo también tuve mi propio poema 20, que probablemente también hablaba de amor. Porque a los quince años, casi todos mis poemas eran de amor.
Algunos eran terriblemente empalagosos. Otros eran un claro ejercicio de rima en que siempre se alternaban pasión, canción y corazón. La calidad del resto se me antoja que no era del todo mala. Y todos, absolutamente todos, tenían su público: mis amigos o los compañeros que se sentaban a mi lado, terminaban leyendo el cuaderno rosado. A todos les encantaba, les movía una fibra o los ponía a pensar. Y esto no tenía nada que ver con la buena o mala calidad de los poemas. La explicación era más simple: también ellos tenían quince años.
En mi cuaderno vieron luz los amores lejanos, cercanos, posibles o platónicos. El amor recién descubierto y el amor que termina mal. El amor del futuro, el que se supone perfecto porque aún no hemos vivido lo suficiente para descartar esa idea: la perfección. El amor imaginario. El amor, en cualquier forma. Las pocas veces en que no era el amor el motivo, cualquier excusa era buena para hacer un poema: un atardecer, sentirme sola, estar muy triste o muy feliz. La adolescencia es una época milagrosamente fértil, donde todo sentimiento es a la vez una idea y todo pensamiento una posibilidad.
Un día abandoné el cuaderno rosado porque la disciplina poética se me había agotado misteriosamente. Me cansé de rimar la realidad. De buscar la palabra exacta, porque la poesía no entiende de sinónimos. De encapsular secretos de juventud en forma de verso. No sé donde está el cuaderno, pero seguro está guardado en algún lugar de mi casa protegiendo del paso del tiempo mi adolescencia edulcorada, dramática y a pesar de eso, infinitamente honesta.
Espero que en algún momento vuelva a escribir poemas como lo hacía entonces, más allá de un esporádico taller o una inspiración momentánea. Por supuesto, serán muy diferentes a aquellos poemas adolescentes que escribí en la plenitud de los quince años. Porque como dijo el hombre que me inspiró a enumerar mis poemas: "nosotros, los de entonces, ya no somos los mismos".

Joanna Ruiz Méndez

miércoles, noviembre 12, 2008

Uno de inquilinos

Vivía en esa casa, que no era la suya. Era sólo un inquilino. Mal cuarto, peor colchón, pésima ventilación. Pero era un techo como decía la gente. Al patio llegaba el sonido de la radio prendida en algún cuarto a un volumen demasiado alto como para no escucharlo. Música pegajosa y poco profunda: era lo que estaba de moda. Miró hacia la sala y allí estaba la señora de la casa con su esposo y la vecina. Desde el patio podía verles las caras y escucharlos, a pesar de la música. La señora hablaba:
- Y los pecadores se queman en el infierno, que está en el centro de la tierra y a una temperatura de 5000 grados Fahrenheit. Eso ya la comprobaron unos científicos rusos, que taladraron la tierra y lo vieron…
En realidad, la señora tenía un monólogo. La vecina no hablaba sino que asentía de vez en cuando, tratando de adivinar sin éxito cuanto era eso en grados centígrados. El esposo escuchaba atento, prácticamente inmóvil. Él se rió. ¿Qué podía saber esa señora de grados Fahrenheit? Pero nada, así habían dicho los científicos y ella lo repetía. Siguió escuchando.
- Allá van a parar ladrones, asesinos, drogadictos, prostitutas, homosexuales, vendedores de lotería, ateos, hombres mujeriegos, infieles, borrachos…
- ¿Borrachos también? –dijo el esposo, saliendo de su mutismo.
- Ajam, y también los infieles. Así que hay que llevar una vida decente. El infierno no es cualquier cosa. La gente se quema y le renace la piel, sólo para que se le vuelva a quemar. ¿Se imaginan ese sufrimiento?
La vecina abría los ojos, suspiraba muy fuerte y se persignaba. El esposo se acomodaba inquieto en la silla. Él, en la soledad del patio, sólo pensó en el prostíbulo dónde trabajaba como barman y se lo imaginó envuelto en llamas. Pensó que después le preguntaría a la señora que le pasaba a la gente que trataba a los pecadores, si ellos también estaban condenados. No era el momento de averiguarlo: era su única noche libre, tenía sueño y ya comenzaba a pegarle frío en el patio. Se paró tiritando y se dirigió a su cuarto. Si el clima indicaba la cercanía al cielo o al infierno, él seguro estaba más cerca del primero. Pero igual no era una medida confiable: los científicos siempre se equivocan.

Joanna

domingo, noviembre 09, 2008

Hambre: la otra cara de la crisis

“Nosotros tenemos crisis. Ellos tienen hambre”.

Ayer estaba escuchando, más que viendo, la Gala FAO que transmitió Televisión Española. Hubo desfile de personalidades, espectáculos y vestidos caros, que contrastaban un poco con el tema central del evento: el hambre en el mundo. No se quién dijo la frase con la que inicié este post, pero admito que me impactó. “Nosotros tenemos crisis. Ellos tienen hambre”. ¿Quiénes somos nosotros? ¿Quiénes son ellos? Supongo que él, porque era un hombre, se refería a la sociedad española con aquello de nosotros, aunque el descalabro en la economía ha afectado al mundo entero. Y al decir ellos, probablemente pensaba en la gente de los países más pobres del mundo, de aquellas naciones en donde se afincaron de forma especialmente cruenta y persistente todos los males que hace tiempo se escaparon de la caja de Pandora. Entre esos, el hambre.
No creo que haya sido exactamente por el programa en cuestión, pero creo que algo tuvo que ver con el hecho de que por primera vez pensé en el hambre como una realidad concreta. Hasta ayer creo que lo había visto más como un problema abstracto. Una sensación de vacío en el estomago que en algunos es permanente. Un síntoma que advierte la obligación de satisfacer una necesidad: comer. Pero el hambre es más que una definición en un diccionario o una aproximación teórica. Es una realidad dura, aplastante, terrible. Quiénes conviven con el hambre, se llenan de hambre y se acuestan con el hambre, no pueden vivir más allá de esa dimensión. Sólo existe ese desierto interior en donde nada puede crecer. Ni aspiraciones, ni metas, ni las famosas ambiciones que nosotros consideramos como razón de vida. Lo único que puede existir es la certeza de esa perpetua agonía que en forma de monstruo se apodera de las entrañas. Y por más que mi abuelo dijera que uno sólo sentía hambre hasta que se acostumbraba a ella, me niego a creer en esa salida fácil. No creo que nadie se pueda acostumbrar a esa tortura diaria que debe ser vivir con hambre.
Para quien no ha tenido carencias, darle valor a las cosas que se tienen resulta una tarea titánica. Pero basta reflexionar un poco para entender que aquello que se considera un terrible síntoma de la crisis, como el aumento de los arbolitos de Navidad o de los ingredientes de las hallacas, no son más que las problemáticas que pueden asumir quienes ya tienen todo lo demás. Y aunque no hay que acostumbrarse a la crisis, antes de quejarnos por no poder comprar otro par de zapatos o tener un cupo de dólares risible, deberíamos pensar lo que esa crisis representa para otros: un sinónimo de hambre. Poner el acento sobre las cosas más importantes. Pensar en los demás, aunque sea por una vez.

Joanna

sábado, noviembre 08, 2008

Aclaratoria

Esto que estás oyendo
ya no soy yo,
es el eco
del eco
del eco
de un sentimiento.

Eco de Jorge Drexler

martes, noviembre 04, 2008

Sueño

Hoy soñé que tú eras igual a todas las cosas que me gustan, pero juntas. Eras una mezcla de olor a café recién colado, último pedazo de chocolate y tormenta por la noche. También eras unos zapatos bellos y cómodos, un final sorprendente de una película y un buen presentimiento. Por si fuera poco, también eras una risa sincera, el placer que siento al comer cotufas en la calle y mi canción favorita. Eras el libro que quiero escribir y el mejor que he leído. Tú eras la suma de eso y más. Lástima que era sólo eso. Un sueño.

Joanna