viernes, mayo 20, 2011

Despidiendo al rey

Ya mencioné que Hernán era fanático de echar cuentos en los velorios, pero se sentía especialmente animado cuando le brindaban torta y chocolate caliente. Llegó a comentarnos que había asistido a un velatorio muy malo y aburrido porque no le habían ofrecido ni lo uno ni lo otro.
Por eso, me pareció una contradicción que en su velorio no nos ofrecieran sino un café desabrido y medio frío. Pensé que Hernán estaría muy bravo si supiera que él, el rey de Paparo, no había tenido un velatorio como los que le gustaban. Sin embargo, no me atreví a decir nada porque yo no estaba ese día para torta y chocolate caliente. Ni yo ni nadie. Tampoco nadie se podía reír: el único que podía provocar una carcajada en un velorio estaba en un ataúd en el centro de su casa. Fue la única vez que vi a Hernán inmóvil y callado. Paradójicamente ese día fue, más que nunca, el centro de atención.
El velorio culminó con una procesión por Paparo. Queríamos que Hernán paseara por última vez ese pueblo cálido y humilde en donde había vivido prácticamente toda su vida. Queríamos que visitara por última vez las esquinas y calles del que fue su reino indiscutible. Hombres y mujeres, niños y adultos, se pelearon por cargar su ataúd. Todos bailaban-caminaban al ritmo de la salsa. Cuando sonó Rebelión, una mujer gritó:
- ¡Esa es la tuya Bachaco!
Ese baile teñido de tristeza me conmovió, pero no me atreví a unirme. Los habitantes de Paparo, como todos los pobladores de Barlovento, tienen un ritmo de caderas prodigioso que es difícil de imitar. Me consolé con decirle adiós a Hernán de la manera tradicional: desde el silencio. Le dije que nunca lo olvidaríamos, que había sido tan importante para nosotros que su muerte se llevaba los mejores años de nuestra infancia y juventud. También se llevaba las risas más sinceras y un sinfín de historias extraordinarias. Tuve la certeza de que con su muerte el tiempo pasaría y retomaría su curso normal, ya no sería una falacia sino una sentencia que nos condenaba a envejecer irremediablemente. El milagro de la eterna juventud se lo llevaba él, que en nuestros recuerdos nunca tendrá más de treinta y tres años.
Siempre que pienso en Hernán no puedo evitar esbozar una sonrisa. En mi diccionario personal, él nunca dejará de ser un sinónimo de alegría. A veces también pienso que esos mismos espíritus y espantos que lo aterrorizaron en vida lo recibieron con una bienvenida calurosa para que dejara de tenerles miedo. Quise y quiero creer que gracias a nuestras memorias y recuerdos, Paparo nunca dejará de ser su reinado y él jamás dejará de ser el rey. Y no dudo que aún queda mucho de Hernán en esta tierra: su legado de risas, historias felices y amigos incondicionales que mientras estemos con vida jamás podremos olvidarlo.

Joanna Ruiz Méndez

martes, mayo 17, 2011

En el tiempo de Hernán

A Hernán lo conocí cuando tenía tres años. Mentiría si digo que me acuerdo de él en ese momento, pero ciertamente a él nunca se le olvidó que me conoció siendo una bebé. Por esa razón siempre me llamó Joannita, incluso cuando yo ya había pasado los dieciocho años y era casi de su estatura.
Durante el transcurso de nuestra amistad, Hernán me asustó con sus historias de espíritus y fantasmas. Se reunía conmigo y mis hermanos por las noches para relatarnos cosas que le habían pasado a él, a su papá, a un amigo y al conocido de un amigo. Todas terminaban en un hecho sorprendente que nos erizaba la piel y nos llenaba las noches de sustos y pesadillas. A medida que crecimos, nos dimos cuenta la característica común de las historias de Hernán: la falta de luz. Según él, su papá le aseguró que los fantasmas aparecían en Paparo de forma más frecuente antes de la llegada de la luz eléctrica y a él siempre lo sorprendían en la oscuridad de un canal mientras estaba pescando. Aunque parecía existir una explicación racional para tanto espanto, nosotros optamos por omitirla; solo así pudimos seguir deleitándonos con esos relatos que nunca dejaron de llenarnos de un susto sabroso.
Pero no todo eran fantasmas: Hernán también contaba historias divertidas y tenía un repertorio de anécdotas imposibles de creer pero fascinantes de escuchar. Además podía deslumbrarnos con una conversación inteligente que lo mismo trataba de cultura pop, historia o ciencia. Era analítico y discernía con inteligencia hechos y discursos de la actualidad política. Generalmente estaba un paso por delante en todas las discusiones y argumentaba tan bien sus opiniones e ideas que era difícil rebatirlas.
Generalmente desenvuelto, Hernán a veces era tímido con nosotros. Cuando íbamos a Paparo después de mucho tiempo de ausencia, llegaba a visitarnos con una solemnidad inusual en él. Bastaba con que alguien le recordara una anécdota vieja, para que echara a reírse y volviera a ser el mismo de siempre. Era en ese momento en que yo sentía que el tiempo era una falacia que inventaron para hacernos envejecer. Era como si los tres meses o dos años en los que no nos habíamos visto fueran un cálculo sin sentido. El tiempo no pasaba: bastaba con que Hernán me llamara Joannita y yo volvía a tener tres años otra vez. El tiempo no podía incidir en un hombre como él y tampoco en nosotros cuando estábamos a su lado.

Joanna Ruiz Méndez

lunes, mayo 16, 2011

El rey de Paparo

A Hernán Rondón

Se llamaba a sí mismo el rey del Cocosette. Hernán cargaba varios paquetes de esa galleta en sus bolsillos y erigió un inusual reino en el que él era el máximo gobernante. Nunca supimos si se las comió todas o las cargaba por aparentar, pero ante la evidencia nadie se atrevió a disputarle el poderío durante su reinado.
Tampoco nadie se atrevió a robarle el puesto de echador de cuentos en las reuniones, convites y velatorios que se realizaban en el pueblo. Hernán llegaba a todas partes con una seriedad que disimulaba el torrente de anécdotas graciosas que le poblaban la mente y el verbo. Poco duraba el disimulo: pronto esbozaba una sonrisa, elegía un puesto estratégico y se ponía a hablar. Y era ahí cuando comenzaba la fiesta, incluso en los velorios. Hernán hacía reír a todo el mundo con sus cuentos, chistes e historias que aderezaba con su gracia particular. Los niños, adultos y ancianos gozaban con ese rural stand up comedy que no tenía competencia ni en Paparo ni en sus alrededores.
Mi amigo poseía, además, una particular habilidad en los juegos de mesa. Hernán era un virtuoso repartiendo las cartas, de tal forma que siempre se quedaba con las mejores y le daba a sus competidores las que quedaban. Fue él quien me enseñó un juego llamado Burro, que consistía en intercambiar naipes con los demás jugadores hasta quedarse con cuatro de la misma pinta. El primero en lograrlo debía poner la mano en el centro de la mesa, gritar BURRO y esperar a que los demás pusieran la mano encima de la suya. El que la ponía de último se ganaba una letra de la palabra burro y perdía el juego completo el que primero la completara.
El juego descrito así parece bastante civilizado, pero puedo afirmar con conocimiento de causa que incitaba a la violencia. Recuerdo que en unas vacaciones, dos amigos, Hernán y yo decidimos jugar el famoso Burro. Lo que comenzó como una forma de pasar el rato se convirtió en un delirio frenético en que todos terminamos arrancándonos las cartas de las manos, revisándolas una a una con la esperanza de juntar las cuatro de la misma pinta y lanzándolas por los aires si no nos servían. No todos caímos en el salvajismo; Hernán se relajó y se reía de vernos pues casi siempre repartía las cartas y por ende usualmente ganaba, aunque a veces para aumentar el frenesí lanzaba la mano al centro de la mesa y gritaba cosas como POLLITO, solo para vernos lanzar las manos como unos salvajes encima de la suya. A pesar de su risa y actitud, nos dimos cuenta bastante tarde que Hernán solo se estaba divirtiendo a costa nuestra.
Si en las cartas era un maestro, en el dominó no se quedaba atrás. Lo único que podía descolocarlo, y bastante, era tener un compañero que jugara mal. Allí se ponía serio, sudaba y hacía comentarios extrañamente pesimistas. Hernán ligaba directamente su dignidad al juego de dominó y consideraba cada derrota como un fracaso personal que le costaba superar. De tantas veces de ser su compañera, meter la pata y recibir sus críticas mordaces, yo también aprendí a jugar dominó bien. Creo que también se me pegó de él esa rara forma de ligar el honor y el dominó y hasta hoy es el único juego en el que me vuelvo verdaderamente competitiva.
Hernán también se destacaba en el baile y afirmaba que en las fiestas debía quitarse las mujeres a sombrerazos porque todas querían ser su pareja. Nunca lo vimos bailando, pero algunos habitantes del pueblo nos aseguraron que “el Bachaco”, como lo llamaban, no exageraba cuando presumía de su ritmo insuperable. Al parecer su especialidad era la salsa y su canción favorita era Rebelión de Joe Arroyo.
De tan bueno que era en casi todo, Hernán no solo era el rey del Cocosette; de alguna forma, también poseía un reino en Paparo. Me atrevo a decir que era el personaje más popular del pueblo porque iba sembrando a su paso historias hilarantes, juegos divertidísimos y un sinfín de risas y sonrisas. Definitivamente, era el rey.

Joanna Ruiz Méndez