martes, enero 27, 2009

Un camino en mi infancia

No logró precisar donde quedaba. Siempre he sido muy mala para las direcciones. Sólo sé que fue un camino que recorrí en mi infancia, montañoso y selvático, húmedo y caluroso, fugaz en la realidad e infinito en mi memoria.
Tampoco logro precisar cuando lo recorrí. Sólo sé que fue en la época en que mi hermano decía: “las montañas son olas petrificadas por Dios”. Y yo temblaba, porque me aterraba la idea de que esas olas recuperaran su antigua movilidad y nos envolvieran por completo. Le tenía terror a esas olas de tierra.
No puedo precisar tampoco en que momento la montaña se convertía en selva. Sólo sé que de un momento a otro me veía envuelta en un manto-túnel verde y oscuro que era tan imponente como acogedor. En esos árboles gigantes de mi selva imaginaria, que no le daban paso al sol, convivían frutas brillantes, flores exóticas e insectos venenosos en perfecta armonía. Era un espacio prodigioso y sospechosamente solitario. No pasaban carros, no había caminantes errantes al lado del camino. Ese paisaje, que sólo existía en la medida en que uno avanzaba, no podía o no quería ser compartido.
No sé si mi camino montañoso y selvático sólo existió en mi delirio infantil. En cada viaje que emprendo quiero buscar los rastros de ese trayecto mágico, pero no logro conseguirlo. Sólo a veces, muy pocas veces, siento que veo olas de tierra seguidas de selvas oscuras y solitarias. Y casi estoy convencida de haber regresado a mi ruta perdida, a su clima húmedo y caluroso, a su soledad misteriosa. A mi camino de infancia, fugaz en la realidad y eterno en mi memoria.

Joanna Ruiz Méndez

miércoles, enero 21, 2009

Sobre los pendientes

A veces me fastidia esa capacidad que tienen los pendientes para hacerse infinitos. Porque si algo se realiza, muere en el acto. A lo sumo, sobrevive el recuerdo, sea malo o sea bueno. Pero cuando algo queda pendiente, vive eternamente. Es incapaz de morirse. No se oxida. Ahuyenta las telarañas, la humedad, el viento. Y se reinventa. Muda de piel como una serpiente. Y aparece nuevo, fresquito, en nuestro cerebro atestado de cosas demasiado viejas o demasiado usadas.
Y ahí están los pendientes. Para vivir y decirnos: “Si tú hubieras…”. Porque los condenados nos odian con algo de razón: les hacemos vivir eternos como vampiros, los albergamos como si fueran nuestros peores invitados y encima siempre queremos deshacernos de ellos, a fuerza de terapia o voluntad. Entonces, para fastidiarnos, nos dicen: “Si tu hubieras…”. Y nosotros repetimos como autómatas: “Si yo hubiera…”. Y así es siempre.
Y además, para los que no lo sabían, un pendiente se alimenta del tiempo. A medida que pasan los días, meses o años, va engordando. Y crece. Se vuelve un señor pendiente que dice cada vez más seguido con una voz gruesa: “si tu hubieras…”. Y vemos al pendiente tan nuevo, tan fresquito, que seguimos creyendo que esas cosas que no pasaron siguen siendo probables. Aunque ya sean imposibles. Y casi nos provoca pasar por desubicados antes que dejar que ese pendiente se vuelva más grande. Y hacer lo que debimos hacer o lo que no debíamos hacer pero sí queríamos. Porque los pendientes no se mueren hasta que eso pasa. Y da placer que mueran porque son fastidiosos. Fastidiosos e infinitos. Se reinventan. Y sobre todo, no se oxidan.

Joanna Ruiz Méndez

viernes, enero 16, 2009

Un paraíso para lectores

Bogotá es eso. Un paraíso para la gente fanática de los libros, como yo. Allí hay librerías de todo tipo: grandes, pequeñas, modernas, anticuadas, baratas y carísimas. Uno elige. Y eso es lo verdaderamente difícil: elegir. Porque uno quiere comprarlo todo, leerlo todo, esculcarlo todo en esas librerías espléndidas. Y además, la atención de los libreros es excelente y tienen un amplio conocimiento de los libros que venden. Como dije, un paraíso.
No puedo quejarme de mis compras. No sólo me traje libros valiosísimos para mi tesis, sino que compré otros que tenía pendientes como Entrevista con la historia de Oriana Fallaci, El imperio de Kapuscinski y varios de Thomas Mann. Pero igual quedé picada. No sólo por los libros que no me pude traer, sino por las comparaciones odiosas que inevitablemente hice en mi cabeza.
Me piqué porque ellos tienen a Thomas Mann y nosotros autoayuda en abundancia. Porque sus libreros son cultos y los nuestros preguntan ¿cuál es el autor? si les pides Cien años de soledad. Porque ellos tienen librerías con muebles en donde te puedes sentar a hojear los libros con calma y nosotros librerías impersonales que venden libros como si fueran enlatados. Y me piqué porque si aquí a la gente le importara leer más o leer mejores cosas, nosotros tendríamos librerías como las bogotanas. Porque, no hay duda, las librerías son un reflejo de la sociedad. Y lo que reflejamos da pique. Y también tristeza.

Joanna Ruiz Méndez

Catedral de Sal, Tren de la Sabana y Andrés Carne de Res

Unas minas de sal convertidas en catedral por medio del simbolismo y el arte. Así podría definirse la Catedral de Sal de Zipaquirá, un atractivo turístico no apto para claustrofóbicos: uno llega a estar a 180 metros bajo tierra, en medio de un aire viciado y una semi-oscuridad intimidante. Y aunque no parezca una muy buena promoción, lo cierto es que la Catedral de Sal tiene su encanto y visitarla es una experiencia interesante y ciertamente diferente.

Nosotros tomamos los servicios del famoso Tren de la Sabana para llegar a Zipaquirá. Y no es que el tren sea más rápido ni más cómodo que otros medios de transporte. Podría afirmarse más bien lo contrario. Pero con todo y carencias, el tren tiene el encanto que le otorga tener más de un siglo de existencia. Además, para que a nadie se le haga el viaje demasiado largo, varios grupos de música se pasean de vagón en vagón para animar a la gente.



Cuando a uno le dicen que si no va a Andrés Carne de Res, no fue a Bogotá, están diciendo una verdad a medias. Andrés Carne de Res no queda precisamente en Bogotá, sino en Chía, un municipio cercano a la capital colombiana. Pero queda tan cerca, que es casi como si estuviera en Bogotá. Y de verdad hay que ir.


La experiencia de una rumba en Andrés Carne de Res es casi dionisiaca. Corre el aguardiente en abundancia, las parrillas son grandes, condimentadas y deliciosas y toda la noche se sirven frutas locales o extranjeras para que uno sienta que se está dando la gran vida. O mejor dicho, la gran noche. La música no decepciona porque es variada y si no te gusta una canción, lo más probable es que sí te guste la siguiente. No existe el patrón del “set” de música. Se escucha de todo y todo el mundo baila. Con conocidos y extraños. Con maestría o torpeza. En el piso o en los banquitos que sustituyen a las sillas. Como sea.
No me pagaron para hacer la publicidad. De verdad disfrute esta rumba. Demasiado. Y aunque Bogotá se disfruta sin visitar Andrés Carne de Res, se disfruta más visitándolo. Aunque no quede en Bogotá. Pero queda cerca, muy cerca. Y de verdad hay que ir.

Joanna Ruiz Méndez

domingo, enero 11, 2009

Monserrate, Bolívar y La Pola

Se sube por funicular o por teleférico. Como una burla a mi miedo a las alturas, ese día el funicular no estaba funcionando. Tocó por teleférico. El ascenso no duró ni tres minutos y ya habíamos llegado a Monserrate, cerro, santuario e imperdible atractivo turístico de Bogotá. De Monserrate impresiona la iglesia, la magnífica visión de Bogota desde el cerro y la historia de la pasión de Cristo contada a través de las esculturas. Un plan típico en este lugar es asistir a misa y luego almorzar en cualquiera de los restaurantes o puestos de comida que hay allí.



Después de Monserrate, el turno le tocó a la Quinta de Bolívar. Lamentamos llegar tarde a la visita guiada porque el guía era excelente. El chico nos ubicó en la época del Libertador mediante la útil y difícil técnica del humor. Nada de cátedra ni nacionalismos trasnochados. Y así como buena fue la charla, admirable es lo bien cuidada que tienen la Quinta. Entre otras sutilezas, nos enteramos que los cepillos dentales eran todo un lujo que sólo se usaban en las ocasiones especiales. Y no por una persona, sino por todos los familiares de una casa. Y si el cepillo era un lujo, bañarse era una práctica excepcional porque se consideraba un desperdicio del agua que tanto costaba traer del río. Además conocimos la historia de José Palacios, el esclavo liberto que acompañó a Bolívar desde que éste era un niño. Era tanta la amistad entre ellos que Bolívar le tenía un cuarto en la Quinta, con cama y algunos enseres personales. Los demás sirvientes dormían en el piso de la cocina o como dijo nuestro guía: “donde les cogiera el sueño”.


Cuarto de José Palacios


Cuarto de Simón Bolívar

Después de salir de la Quinta, hicimos un recorrido por el centro de la ciudad. Caminar por las amplias calles bogotanas es descubrir librerías viejas con libros rarísimos, carretas tiradas por caballos como en la época de la colonia –las famosas zorras- y restaurantes super económicos en dónde el pollo se come con las manos, costumbre colombiana que me pareció muy práctica. Yo además descubrí la estatua de La Pola, como mejor se le conoce a Policarpa Salavarrieta, una heroína colombiana que fue fusilada a los 22 años. Antes de morir, La Pola dijo esta frase contundente que se puede leer en la base de la estatua:
"¡Pueblo indolente! ¡Cuan distinta sería hoy vuestra suerte si conocierais el precio de la libertad!"
Tan certera La Pola. Y tan vigente.


Joanna Ruiz Méndez

martes, enero 06, 2009

Bogotá en el paladar

En Bogotá la gente come. Y come en serio. Nada de platos escualiduchos en los restaurantes y menos en las casas. Aquí comer poquito no es precisamente sinónimo de buen gusto. El único buen gusto viene dado por comer bien y en grandes cantidades. Y por eso la gente come mucho, muchísimo.
Los tamales, por ejemplo, son el equivalente colombiano de nuestras hallacas. Cambian algunos ingredientes y básicamente los diferencia que el tamal lleva arroz. En “La puerta falsa”, pequeño pero famoso restaurante de Bogotá, el plato típico es el tamal con chocolate caliente. Según me dijeron, medio en broma medio en serio, la mejor manera de comer el tamal es bebiendo chocolate. Y al que decida asumir el reto de probar esa combinación casi mortal, le toca superar otro mayor: el chocolate viene “completo”. Traducción: el chocolate viene acompañado con queso, almojabanas –pasteles hechos con queso- y pan con mantequilla. Y como los niños buenos, hay que comerse todo.
Otro plato típico puede ser una generosa cazuela de fríjoles, acompañada de aguacate, arroz, chorizo y torta de plátano en grandes porciones. Y un menú en un restaurante puede incluir un plato de arroz, papas saladas, pescado y ensalada –lo que cualquier caraqueño consideraría un almuerzo completo- acompañado de salpicón –o tizana-, sopa, una buena porción de una torta o dulce y una aromática o un tintico. El ajiaco también es infaltable si se habla de comida colombiana y como ya expliqué es una sopa espesa y resuelta que se toma en platos enormes. Y encima, es casi obligatorio repetir.
No sé si porque la comida es diversa, abundante y económica, pero el hecho es que la ciudad ofrece experiencias gastronómicas tan sublimes y extravagantes que convierten el momento de comer en toda una aventura. Bogotá en el paladar implica en sí mismo un viaje, pero de sabores, que por lo general no decepciona. Y para realizarlo es necesario comer como un bogotano. Es decir, mucho. Muchísimo.

Joanna Ruiz Méndez

Navidad y fin de año en Bogotá

La Novena de Navidad es una celebración que inicia el 16 de diciembre y culmina el 24 del mismo mes. Nueve días exactos, por eso lo de Novena. No sé si es una práctica que se realiza en otros países aparte de Colombia, pero para muchos colombianos era rarísimo que nosotros en Venezuela no la celebráramos. Básicamente una Novena es una reunión familiar que también puede incluir amigos, en la que se reza, se canta y hasta se baila, si hay los ánimos y el espacio necesario.
Tuvimos la oportunidad de participar en la Novena del 24 de diciembre, es decir, la última del año. Y cuando digo participamos es que de verdad lo hicimos. Rezamos ayudados por un librito que indica las oraciones para cada día y cantamos guiados por un cancionero que nos entregaron antes de comenzar. Y de verdad lo necesitábamos, porque no conocíamos ninguna canción típica de la navidad colombiana, salvo “Noche de paz”. Nada de Virgen andina, San José llanero o niño Jesús venezolano.
También tuvimos oportunidad de celebrar un fin de año a lo bogotano. Realmente es muy parecido a como lo celebramos en Venezuela, o al menos en Caracas: la gente se reúne, cena, come uvas y hace la cuenta regresiva. No vi a nadie sacando maletas, pero sé que hay gente que lo hace. La única diferencia la impone la gastronomía: en vez de mis amadas hallacas, tomamos una rica sopa espesa que tiene pollo, mazorca, papa, arvejas, zanahorias y en realidad cualquier ingrediente que se le quiera agregar siempre y cuando armonice con el resto. Es el famoso ajiaco, plato típico de Colombia, que se toma en grandes platos soperos que lo dejan a uno lleno hasta por una semana. Pero también es costumbre repetir y casi una falta de educación no hacerlo. Pero esto forma parte de la experiencia gastronómica que ha representado Bogotá y evidentemente, tema de otro post.

Joanna Ruiz Méndez