jueves, febrero 25, 2010

Escribir: el verbo que duele

Me costó admitir que escribir es una lucha constante. Ya lo había asomado en Los retos de escribir, pero creo que ahí nunca mencioné esto que siento ahora. Que escribir duele.
Escribir duele y duele porque te obliga a guerrear. A pelear con las palabras que unes y articulas esperando que de ahí salga algo que valga la pena. Por lo general escribes, borras, escribes de nuevo y vuelves a borrar. Y vuelves a escribir, obvio. Hasta que terminas y te das cuenta que a ese párrafo puedes darle la vuelta, que esa metáfora quedó demasiado rebuscada y aquel argumento es demasiado flojo. E incluso, hasta puedes darte cuenta que hay que borrar todo lo hecho y empezar de nuevo.
Me di cuenta con mi tesis cuanto duele escribir. No por lo largo que fue el proceso de gestar las ideas, madurarlas, arreglarlas, pulirlas y un largo etcétera que no me interesa contar aquí. Fue por el esfuerzo que significó redactar y reflejar todos los resultados de ese trabajo previo. A veces no tenía ganas, las palabras no fluían y yo sentía que todo lo que escribía era un desastre. Y para el que se toma esto en serio, ese vacío creativo y esa falta de motivación duelen mucho, muchísimo.
En esos momentos debía seguir y no quería, pero tenía que hacerlo. No sólo para terminar la tesis, graduarme y comenzar mi vida como profesional. No, no solo por eso. Tenía que hacerlo también para probarme que podía completar un trabajo de esa magnitud y salir relativamente ilesa. Que puedo escribir más que posts ocasionales en mi blog. Que puedo asumir exitosamente la tarea de escribir, que puede ser ardua y sacrificada cuando la has elegido como oficio. Que tengo constancia, que es la palabra clave.
Admito que la perseverancia que exige escribir a veces me abruma. Es una lucha que se asume todo el día, todos los días. No hay tregua. Hay que mantener la mano caliente, como dicen, para hacer que nuestro trabajo valga la pena. Sin embargo, este oficio de hacer algo hermoso y perdurable con las palabras me sigue cautivando. Es verdad que la lucha me abruma, pero yo no me rindo. Con todo este proceso, también reafirmé que escribir es lo que quiero. Quiero escribir, aunque me duela.

Joanna Ruiz Méndez

lunes, febrero 22, 2010

Tres historias al azar

I. Iba dando tumbos por el centro de Caracas y terminó en la plaza Bolívar. Buscaba un personaje, alguien a quien preguntarle la vida. Debía hacer un perfil para periodismo II: tenía dos días para entregarlo y cero ideas en la cabeza. Hasta que lo vio cantando y tocando su guitarra con pasión. Barbudo, cabello largo y delgado. No más de cincuenta años. Este es, pensó. Era el cantor de la plaza Bolívar, como ella lo bautizó. Ante la mención de una entrevista, él se sintió halagado. Al día siguiente, entre la plaza y sus alrededores, él le contó la vida. Llevaba 20 años cantando en la plaza en donde ya había cultivado muchas amistades y hacía algún dinero. Admiraba a Silvio Rodríguez y Atahualpa Yupanqui, aunque confesó haber sido roquero en sus años juveniles. Admiraba a Fidel Castro; a ella se le olvidó preguntarle el porqué. En su brazo izquierdo tenía un tatuaje con el nombre de su primer amor, imborrable como todos los primeros amores. Vendía CD´s que el mismo quemaba, en los que estaban todo su legado musical. Casi al final, el cantor de la plaza Bolívar le confesó, con una sonrisa de niño y un brillo de lágrima en los ojos, que era muy, muy feliz. Cuando terminó la entrevista él se fue caminando tranquilo, sin prisa, con su guitarra al hombro. De un bar cercano se escuchaba Esa flor ya no retoña y un grupo de borrachos la coreaba a viva voz. Fue ese día que entendió definitivamente que era eso lo que quería. Ser periodista.

II. Olha que coisa mais linda
Mais cheia de graça
É ela menina
Que vem e que passa
Num doce balanço
A caminho do mar


De ese día que intercambiamos música, sólo recuerdo cuando al final, con un tecito en la mano, terminamos escuchando Garota de Ipanema. Tú nos dijiste que era la canción más famosa de tu país. También recuerdo, para ser honesta, que ese tecito, esa canción y ustedes me parecieron la gloria esa noche. Fue en ese momento que supe que éramos lo que éramos. Una familia.

III. Había salido de la discoteca a exponerse a diez grados de temperatura y una lluvia que después arreció. En la parada de buses él la llamó al celular, para preguntarle cuando llegaba. “En cinco minutos llega el autobús, será como en veinte”. De una parada a otra fue cuando la lluvia se intensificó. Cuando dejó el autobús, hizo un recuento de sus posesiones para comprobar lo indefensa que estaba ante ese clima: una carterita de mano, una camisa ligera de una sola manga, blue jeans que empezaban a empaparse y unas sandalias que dejaban correr generosamente el agua debajo de sus pies. Se sintió congelada, se sintió triste. Se sintió demasiado sola. Afortunadamente, no tuvo que dar ni cinco pasos para verlo: tenía un paraguas y una chaqueta. La estaba esperando. Cuando corrió hacia donde estaba él, no supo que decirle. Él entendió. Le hizo espacio debajo del paraguas grandote y la abrigó. El camino a casa no fue frío, ni triste, ni solitario. Y desde esa noche, ella supo que él siempre sería esa persona que estaría esperándola, con un abrigo y un paraguas, cuando la lluvia arreciara.

Joanna Ruiz Méndez

martes, febrero 02, 2010

Algo sobre los toros

A pesar de que no comparto totalmente el punto de vista de la autora de este artículo, sí me llegó totalmente su mensaje. En parte porque, como ella, estoy totalmente en contra de las corridas de toros. Mejor dicho, las odio. Ella no las odia y durante un tiempo fue una fanática empedernida de la llamada fiesta brava. Pero ya no. Ella critica las corridas de toros con dolor, con conciencia, con motivos y con conocimiento de causa, como para callarle la boca a todos los fanáticos de esta terrible tradición que tratan de incultos e ignorantes a todo el que es enemigo de la tauromaquia. El artículo está escrito por la periodista María Paulina Ortiz y fue publicado en la revista colombiana Carrusel.

El llanto del toro

Si hubiera escrito este texto cuatro años atrás, lo habría hecho en el otro lado de esta página. La que corresponde "a favor". Soy una ex aficionada a los toros. No arrepentida, porque la pasé muy bien como seguidora de esta fiesta y, mientras la afición duró, viví con entusiasmo sus alegrías pre y post, sus condumios y sus remates, y disfruté lo alegre y también lo trágico del espectáculo de toro y torero en la arena. Pero se acabó. Recuerdo una frase de Ernest Hemingway en su maravilloso libro Muerte en la tarde: "Dos condiciones son necesarias para que a un país le gusten las corridas de toros. Una de ellas es que en ese país se críen toros, y la otra es que al pueblo le interese la muerte". Quizá fue eso. Que dejó de interesarme la muerte. Y esto, en la plaza, empezó por cuenta de un sonido.
La afición llegó de familia. Recuerdo una niñez con sabor a fiesta brava en cada fin y principio de año. Es decir, no era una de esas espectadoras casuales que llegaban -llegan- a la Santamaría a dejarse ver como si fuera la zona rosa. Y encontré en el camino amigos con quienes compartir el mismo placer por los olés gritados a buen tiempo. (Uno de ellos escribe aquí, precisamente, al otro lado de esta página). Cómo decir que no gocé con lo estético de la fiesta, sus colores, sus rituales y, claro, con los toreros. Pero, aunque suene ingenuo, una tarde vi todo desde el otro lado de la fiesta. El del toro. Y lo bello murió. "Entre el crimen airoso del capote, para ti fue el dolor, para él la gloria", escribió el poeta Miguel Hernández en su Elegía al toro. Eso.
Sucedió una tarde en la Santamaría, cuando fui a hacer un reportaje sobre el médico de César Rincón, Rafael Riveros, y me senté en el callejón. Era la primera vez que veía la corrida desde ese lugar; por lo general compraba entradas para filas bajas de sombra cuyo precio, por cierto, me dejaba sin nada en los bolsillos. Ese día, desde ahí, no vi al torero: vi al toro. Y sobre todo: lo oí. Sus gemidos de dolor, de sufrimiento, constantes, graves, en cada tercio de la faena, que me habían resultado inaudibles desde mi tradicional ubicación. Percibí lo grotesco que también puede llegar a ser todo eso. Entiendo que un argumento de los taurinos es que el toro de lidia ya no existiría si se acabaran las corridas. Pero no me parece lógico mantenerlo para acabarlo así. En fin. Aquella tarde no disfruté del espectáculo. Es más, dejó de parecerme espectáculo. Me aburrí (y eso que esa tarde no llovió, casi infaltable en temporadas bogotanas). Me cansé.
Siento que las corridas son algo que ya sobra en el mundo. Hoy ya no soportaría dos o tres horas sentada a la espera de un buen derechazo. No lo haría ni siquiera si se tratara de esperar apenas un minuto. No me he vuelto parte, sin embargo, de los fanáticos opositores que esperan en las puertas de las plazas para lanzarles huevos y madrazos a los aficionados. No. Pero ya no aguanto ver ni en repetición televisiva una espada entrando en el toro. No me parece algo para estos tiempos, como tantas otras cosas que a pesar de eso seguirán existiendo. Que sigan su camino los aficionados. No recibirán de mí una crítica. Pero no puedo ir contra mis emociones. Y una plaza de toros no me volverá a entusiasmar.

María Paulina Ortiz

Extraído de la revista Carrusel. Puede encontrarse aquí:

(En este link también puede leerse un artículo a favor de la tauromaquia, que es a la vez una predicción sobre el final inminente de la fiesta brava. No está de más leerlo).


Joanna Ruiz Méndez