jueves, noviembre 29, 2018

Paparo


"Antes, todo este pueblo estaba cubierto por el mar. Era un océano".


Durante muchas noches, cuando estábamos en Paparo, me aterraba la idea de que el agua reclamara el que algún día había sido su territorio. El miedo era más fuerte cuando llovía, porque era una forma de llover salvaje y desmedida, como suele pasar en los pueblos costeros. Tronaba de una manera apocalíptica, se metía el reflejo de los relámpagos en los cuartos oscuros porque se iba la luz –siempre se iba la luz- y la lluvia caía por horas. En mi imaginación, ese era uno de los tantos avisos que estábamos recibiendo: el agua volvería a ocuparlo todo. Cuando eso sucediera, mi familia y yo quedaríamos flotando entre peces, algas y guacucos por habernos atrevido a pasar vacaciones en un lugar que, alguna vez, estuvo dominado por el mar.

Mi hermana Joselyn me había contado lo del mar como un dato de cultura general y sin ánimo de asustarme, así como René, mi hermano, me había dicho muy serio que las montañas habían sido alguna vez olas gigantes congeladas por Dios. Aunque hubiera sido natural que le temiera al agua, no fui capaz de asociar esas historias con el mar que me recibía espléndido cada vez que íbamos a la playa. Me metía sin dudarlo y me dejaba mecer por el oleaje, mientras miraba al cielo agradecida por poder estar allí. Cuando era niña, Paparo me parecía el lugar más bonito del mundo.

Esta parroquia barloventeña se dividía en dos pequeños mundos muy diferentes entre sí: el pueblo y la urbanización. Mi familia y yo nos quedábamos en el pueblo en una casita sencilla pero cómoda que tenía suficientes cuartos y suficientes camas como para que pudiéramos llevar invitados de vez en cuando. No era de nosotros sino de una amiga de mis padres que, al ver el esmero con que mi mamá la cuidaba, no dudaba en entregarles las llaves cada vez que queríamos ir. 

La urbanización era otra cosa. La visitábamos con frecuencia porque mi papá era socio de un club que estaba de este lado de la parroquia. Desde el carro veíamos, a ambos lados del camino, mansiones con piscina cuyos dueños eran personas de la clase alta caraqueña. En algún momento, Paparo fue un destino popular y el club era un punto de encuentro de gente adinerada –y nosotros- que terminaban bailando al ritmo de los artistas de moda en las fiestas que se celebraban durante las épocas de temporada alta.

Hoy me da risa pensar que uno de mis sueños más grandes cuando era niña era tener una casa en la urbanización. La de la amiga de mis padres me gustaba muchísimo, pero yo tenía aspiraciones dignas de la revista ¡Hola! en la que me fotografiaban en mi casa de dos pisos, en mi piscina, en mi sala grande y suntuosa.

La única ventaja que le veía a la casita del pueblo era que estaba más lejos del mar. Así, si un día venía el agua a reclamar su territorio, llegaría primero a esas mansiones. Mi familia y yo quizás nos daríamos cuenta y podríamos salir del pueblo, rumbo a Caracas, en el Malibú del 82 de mi papá. Eso lo pensé más de una vez cuando me costaba conciliar el sueño en las noches y, especialmente, cuando rompía a llover sin piedad sobre Paparo.


La casa


La casa de Paparo forma parte fundamental de mis recuerdos de la infancia. Allí jugué con mis primos, mis amigos, con Hernán y sus hermanos, tuve mi primer ataque de pánico y conviví, de manera más bien armónica, con presencias sobrenaturales.

La casa tenía una sala grande en la que cabían dos poltronas, un sofá, una mesita de centro y un revistero que siempre estaba lleno de polvo, arañas y revistas del corazón. También había un comedor de 8 puestos que era capaz de recibir más gente siempre y cuando se arrimaran más sillas. Sobre esa mesa, aprendí a jugar dominó, Uno y burro, así como otros juegos que Hernán nos enseñaba y se nos olvidaban cada vez que volvíamos a Caracas.

Había tres habitaciones, cada una con dos camas, en las que se podían acomodar colchonetas cuando había suficiente quorum en la casa. Entre la sala principal, las habitaciones y la cocina había otra sala más pequeña en donde habían dispuesto unas sillas grandes, feas y en su mayoría rotas que por supuesto nadie usaba, así como un mesón que nos servía, principalmente, para estirar los trajes de baño mojados para que se secaran. En la pared había tres imágenes: dos eran fotografías de los hijos de la dueña cuando eran niños y uno era un retrato pintado de un muchachito que, me parecía, estaba a punto de llorar.

La casa le había pertenecido antes a una pareja de españoles. Ella era pintora y el cuadro del niño, así como otros que había en la casa, eran de su autoría. Nos habían dicho que la casa la habían vendido cuando la señora murió y asumimos que su presencia, así como otras, seguía conviviendo entre nosotros.

Lo de los fantasmas era una creencia alimentada por Hernán, pero que sabíamos que tenía su toque de verdad. En la casa de Paparo uno sentía “algo”. ¿Qué era? Nunca lo supimos. Las historias eran muchas, pero la que más recuerdo estaba relacionada a un hermano de Hernán que al parecer había visto a uno de los doce apóstoles –nunca supe cómo había llegado a esa conclusión- atravesar una de las paredes del comedor para perderse en alguna parte del concreto porque no llegó a salir hacia la sala auxiliar. Todos los invitados –compañeritos de colegio, parientes o amigos de la familia- también se contagiaban de ese susto, ya fuera por las historias que mis hermanos y yo contábamos diligentemente cada vez que podíamos o porque también sentían ese “algo” que nunca pudimos definir.

Cuando se apagaban las luces por las noches, no nos atrevíamos a deambular por la casa. Si alguno de nosotros quería ir al baño, le pedía a otra persona que lo acompañara. Así mientras uno entraba, el otro montaba guardia al lado de la puerta. Era una estrategia que no estaba enfocada a espantar a los fantasmas sino más bien a ahuyentar el miedo. Habíamos visto suficientes películas de terror como para saber que los espíritus se ensañan particularmente con los solitarios.

El resto del tiempo, especialmente durante el día, la casa de Paparo era territorio de risas y juegos. Las mañanas comenzaban con desayunos suculentos en donde casi nunca faltaban las arepas, los huevos revueltos y el café con leche. Si decidíamos que ese día no iríamos a la playa, mis hermanos y yo salíamos al patio, buscábamos en el baño exterior de la casa una manguera vieja, la conectábamos a un grifo y comenzábamos a darnos duchazos de agua fresca que espantaban el pesado calor papareño. Muchas veces aprovechábamos los duchazos para lavar el carro de mi papá. Mi hermano y yo siempre terminábamos negritos de esas jornadas festivas bajo el sol; mi hermana, en cambio, a pesar de que se acostaba por horas sobre una toalla para terminar tostada, solo alcanzaba a ponerse rojita.

En el patio trasero de la casa había matas de mangos, así que a veces también nos dedicábamos a recogerlos para que mi mamá nos hiciera jugo o, si teníamos hambre, los lavábamos con la manguera y nos los comíamos de una vez. Cuando iba con mis amigas, recuerdo que el patio se convertía en una pasarela en las que exhibíamos nuestros trajes de baño nuevos y soñábamos, como en algún momento creo que sueñan todas las niñas venezolanas en su vida, en convertirnos en reinas de belleza.

Joselyn y una amiguita de mi infancia, en una de nuestras sesiones de sol y agua.
En la noche, cuando aún no se habían apagado las luces, sacábamos algún juego de mesa para divertirnos con Hernán y, en ocasiones, alguno de sus hermanos. Casi siempre eran cartas y con él aprendimos no solo juegos sino también trucos y chistes malos que, en su boca, nos parecían buenísimos. Cuando nos agarraba la medianoche, Hernán decidía aderezar la velada con historias de espantos que habían ocurrido allí mismo, en la casa, o en alguna parte del pueblo. Nosotros lo escuchábamos aterrados pero, lejos de pedirle que parara, lo animábamos a recordar y contar otros cuentos de misterio.

La casa era bastante sencilla pero, dentro de un pueblo lleno de casuchas que muchas veces estaban cayéndose, resaltaba. Llegar allí nos volvía, de repente, “los ricos” del lugar. Todos sabían que veníamos de Caracas y ser capitalino en ese pueblo costero te daba un estatus especial. 

A veces algunos lugareños pasaban delante de la casa, veían hacia el patio en donde estábamos jugando y nos dedicaban una mirada en la que se mezclaba la curiosidad y la envidia. Era la misma mirada que yo le dedicaba desde el carro de mi papá a las mansiones imponentes de la urbanización. Creo que fue allí en Paparo en donde entendí, sin que nadie tuviera que explicármelo, que había nacido en ese estrato social difuso llamado clase media.


El club


Los patos que, durante algunos años, nadaron sobre el lago que estaba en el club.


Ya he contado que el club y la urbanización de Paparo reunió en una época a una parte de la clase alta caraqueña que vacacionaba en Barlovento. De hecho, hubo una canción muy popular en los ochenta llamada La sifrina de Caurimare en la que la protagonista daba a entender que la envidiaban por irse de vacaciones para allá.

Para los que no son venezolanos, aquí va una pequeña explicación: sifrina o sifrino es una persona que es evidentemente adinerada y lo demuestra en su forma de actuar, hablar y vestirse. Son de la misma raza que los gomelos de Colombia, los fresas de México o los pijos de España. Caurimare, por otra parte, es una zona de Caracas en la que vive la clase alta.

Nunca le he preguntado a mi papá cómo llegó a ser socio del club, aunque creería que su inscripción tuvo que ver con la amiga de la familia que nos prestaba la casa en el pueblo. Ir a Paparo, además de disfrutar la casa, significaba entrar en ese lugar exclusivo de espacios amplios en donde había dos piscinas –una de adultos y otra de niños-, canchas de tenis y bolas criollas, un caminito de cemento que te llevaba directo a la playa, un restaurante, un parque infantil, puestos de comida, tienditas, una sala de cine a cielo abierto y un laguito en la entrada en el que, por algún tiempo, nadaron muchos patos.

El club de Paparo era, por consiguiente, un universo de posibilidades para una niñita imaginativa como yo. Casi nunca salía de la piscina pero, cuando exploraba otros lugares, mi mente le daba a cada experiencia una connotación profunda.

Por ejemplo, cuando decidía explorar la terraza del club por las noches y me acostaba de espaldas en el piso, me adentraba en otro mundo que me parecía –y me sigue pareciendo- fascinante: el del cielo estrellado. El caminito que daba hacia la playa también alborotaba mi imaginación. Estaba rodeado de flores, palmeras y plantas tropicales y, en cierta época del año, resultaba salpicado por el jugo de las uvas playeras que se caían maduras de los árboles. Caminarlo me parecía la antesala a una película que terminaba igual que ese recorrido: con un final feliz a orillas del mar.

Las fiestas del club eran legendarias. Siempre incluían un derroche de buena comida y mejores bebidas, un bingo en el que se entregaban jugosos premios en metálico o botellas de whisky costosas y un grupo musical que amenizaba las noches con el mejor merengue de la época. Una vez hasta el mismísimo Roberto Antonio se presentó allí. La actitud festiva -dionisíaca- de los asistentes también era una constante.

Cada vez que recuerdo las fiestas del club rememoro a todas las personas riendo, bailando, celebrando la vida. Como todos los niños, me mantenía un poco al margen de esa algarabía de la gente grande e inventaba distracciones más simples para matar el tiempo, pero de alguna manera asumía que eso me esperaría en el futuro, que la vida adulta era eso.

Por supuesto, la de los noventa era otra Venezuela. Poco a poco, el club fue cambiando hasta convertirse en una sombra de lo que había sido. Dejaron de hacerle mantenimiento a las canchas de tenis y bolas criollas y nunca más volvieron a usarse. Cerraron el restaurante, las tienditas y los puestos de comida. La vegetación fue ganando terreno y se empezaron a levantar algunas baldosas. Un día vaciaron la piscina de niños, la primera en la que me metí en mi vida, y se convirtió en un vertedero mohoso de agua de lluvia y hojas muertas. Los patos se fueron o se murieron: nunca más volví a verlos. La pantalla gigante en donde se mostraban los números del bingo jamás volvió a encenderse. La música, la alegría y los festejos también desaparecieron para siempre.

Visitar el club en decadencia, después de haber conocido sus épocas de gloria, era deprimente. Solo algunos detalles –el caminito a la playa, los amplios espacios que siempre estuvieron abiertos para recibir la brisa marina, el laguito de la entrada- permitían adivinar que ese no era un sumidero de fantasmas sino un lugar que conoció tiempos mejores. Además, si uno cerraba los ojos, si uno realmente se concentraba, podía escuchar el eco de las risas, el ritmo contagioso de los merengues noventeros, el ruido de botellas destapándose, el B1 o el O62 que salieron, alguna vez, en un bingo bailable.

La juventud


Otros niños en los noventa, incluyendo a aquellos pertenecientes a las familias que tenían sus mansiones en la urbanización, probablemente intercalaron sus experiencias turísticas entre Paparo, Miami, Orlando y Madrid. Las mías casi siempre fueron en Paparo. Salvo algunas excepciones, mi familia y yo siempre emprendíamos el viaje de dos horas en carro desde Caracas hasta el pueblo a pasar Semanas Santas, feriados y vacaciones de mitad de año.

En mi infancia, Paparo tenía todo lo que yo podía pedirle a la vida: playa, un club con piscina, mangos maduros, fantasmas y a mi familia entera. Después, sobre todo en la adolescencia, me parecía que lo de mis padres era una falta de imaginación tremenda. ¿Otra vez Paparo? ¿Qué más podía ofrecernos ese pueblo en el que nunca pasaba nada y cuyo único atractivo verdadero eran las visitas de Hernán? Yo, que ya tenía sed de mundo, me sentía atrapada en ese destino humilde que ya me parecía insuficiente. Sentía que era una mala pasada del destino que Paparo fuera lo único a lo que yo pudiera aspirar.

Había días de días, por supuesto. En unos, yo solo me quejaba internamente de haber terminado, como todas las vacaciones, en Paparo. En otros, me parecía que el lugar tenía una magia destinada a nosotros, los fieles, que no lo habíamos abandonado. 

De esos días felices recuerdo especialmente una vez que fui con mi mamá a la playa muy temprano. La luz tenue de una mañana limpia iluminó nuestra caminata a orillas de la playa, vimos llegar una lancha de pescadores en actitud festiva, nos vimos rodeadas por un grupo de gaviotas que quería llevarse su tajada de la pesca y nos alegramos por la suerte de una raya pequeñita que escapó de las redes, nadó rápidamente hacia aguas más profundas y logró burlar a la muerte. En días como esos, yo sentía que Paparo era tan bonito como siempre me había parecido en mi infancia.

El deterioro del club, la muerte de Hernán y la certeza de que el pueblo era cada vez más inseguro le fueron quitando atractivo a un destino que de por sí nunca fue espectacular. Eventualmente empezamos a pasar vacaciones en Higuerote –también en la región de Barlovento- y nos aventuramos a otros lugares fuera de Venezuela. Paparo se volvió un lugar al que cada vez íbamos menos y al que luego solo iban nuestros padres, quienes finalmente también dejaron de visitarlo por completo.

No sé si cuando recuerdo a Paparo siento nostalgia por el lugar o por el tiempo en el que pasaba vacaciones allí. Eran épocas más fáciles, por supuesto: podía desperezarme a las 11 de la mañana, jugar todo el día bajo el sol sin temor a lo que esa exposición irresponsable pudiera provocar, derrochar el agua que salía de la manguera sin pensar que la estaba desperdiciando. Me sentía eternamente joven cada vez que Hernán me llamaba Joannita. Era un territorio seguro en el que siempre estaban mis padres, mis hermanos, mis amigos. No era mi hogar, pero de alguna manera era una extensión de este.

No todos los recuerdos son lindos, por supuesto. En la casita del pueblo sentí por primera vez que me faltaba el aire, que el corazón se me iba a salir y que me iba a morir: allí sufrí durante uno de los habituales apagones, a los once años, mi primer ataque de pánico. Vendrían muchos más. En las calles de Paparo también tuve la certeza de lo cercana que estaba la muerte cuando fui al velorio de Hernán. Ese día le dije adiós a unos de mis mejores amigos y, en cierta manera, también a mi juventud.

Hasta cierta edad, también estuvo el miedo de que el pueblo se viera arropado por un océano furioso que –estaba segura- un día reclamaría su territorio. En ese momento no entendía que la destrucción que presentía no tenía nada que ver con el agua. El club selecto, el ambiente tranquilo de esa parroquia barloventeña y los juegos simples y felices en la casita del pueblo no se vieron arrasados por el mar: de todo se encargó el tiempo.  

Joanna Ruiz Méndez

domingo, agosto 26, 2018

La forma de las ruinas



Carlos Carballo intenta robar el traje de Jorge Eliécer Gaitán y su intentona, y posterior arresto, no pasan desapercibidos por los medios. También llaman la atención de un escritor con el que  Carballo ha compartido su obsesión por el líder liberal asesinado en 1948. A partir de este hecho, el Juan Gabriel Vásquez de la ficción comienza a contar este relato que revela mucho de la historia de Colombia pero, sobre todo, de los colombianos.
La forma de las ruinas (Alfaguara), de Juan Gabriel Vásquez, es una historia fascinante en la que el protagonista -el propio Vásquez- comienza a verse rodeado de teorías de conspiración y engaños producto de la obsesión de Carballo, la cual se enfoca -pero no se limita- a dos hechos concretos: el asesinato de Galán y el de Rafael Uribe Uribe en 1914. Objetos históricos traídos al presente como una manera de luchar contra el olvido, coincidencias que se terminan convirtiendo en las evidencias de complots, personajes que parecen duplicarse y burlar el paso del tiempo: la novela está plena de elementos que van construyendo, poco a poco, un camino que no siempre es claro pero que el lector transita gustoso.
La forma de las ruinas le apuesta a los recuerdos, a lo que pudo haber sido y la reconstrucción de los hechos para evidenciar que no siempre lo que nos han contado -especialmente los libros de historia- puede ser considerado una verdad absoluta. Dudar es, por consiguiente, un acto necesario pero también peligroso. Carballo, un personaje patético y lastimero, termina llevando no solo al protagonista sino también al lector a un mundo en donde todas las versiones de un mismo hecho son una posibilidad.
La normalidad con que se asumen los sucesos extraordinarios y ese misterio que se va incorporando en las vidas aparentemente normales de los personajes me recordó mucho a Inquieta compañía de Carlos Fuentes -sin los elementos sobrenaturales, por supuesto-. La existencia de personajes dobles -o la presunción de su existencia-, así como la certeza de la historia/lastre me remitió a la Cubagua de Enrique Bernardo Núñez. Otro elemento me conectó profundamente con esta historia: la mención de Mónica Sarmiento, viuda de R.H. Moreno-Durán, con quien trabajé desde que llegué a Colombia hasta hace dos años.
Después de leer esta novela extraordinaria, me quedaron tres tareas pendientes:

1) Leer otra novela de Juan Gabriel Vásquez. Me encantó su estilo y su forma de narrar, estaba casi tan obsesionada con este libro como Carlos Carballo con Jorge Eliécer Gaitán y Rafael Uribe Uribe.

2) Leer algún libro de R.H. Moreno-Durán. Siempre ha estado en mis pendientes desde que conocí a Mónica y espero que este sea el año en el que finalmente conozca su trabajo.

3) Investigar más sobre la historia de Colombia. Así como alguna vez me dediqué a conocer la de Venezuela -lo que me permitió entender el porqué de la mayoría de nuestros problemas-, creo que el tiempo que he estado aquí me permitirá contextualizar mejor el pasado y, quizás, comprender mejor su presente.

Joanna Ruiz Méndez

miércoles, julio 11, 2018

Con mi hermana hasta el fin del mundo (y III)

Glaciar Serrano

4 de enero de 2018. Excursión a los glaciares Balmaceda y Serrano.
La embarcación era cómoda y cálida. Nos sirvieron cafecito. Si mirábamos por la ventana, veíamos montañas cubiertas de nieve y la tranquilidad del agua del canal Señoret, por donde estábamos pasando. Atrás había quedado el episodio de los vómitos gracias a una pastilla y a una buena noche de descanso. Joselyn se sentía bien y yo también. Las sillas eran tan cómodas que hubo un momento en el que, a pesar de estar rodeadas por un paisaje de ensueño, nos quedamos profundamente dormidas.
Nos despertamos media hora después porque habíamos llegado al primer punto de interés: el glaciar Balmaceda. Había que observarlo desde la cubierta y tocaba agarrarse muy bien cuando uno salía porque el viento patagónico le quita el equilibrio hasta al mejor plantado. Nos contaron que hace varios años el glaciar era más grande pero que poco a poco se ha ido reduciendo, un signo inequívoco de que el calentamiento global también ha dejado su huella en la Patagonia. 

Glaciar Balmaceda
Luego llegamos a Puerto Toro y allí sí desembarcamos. Nos tocaba caminar por un sendero natural al lado del lago Serrano para poder ver el glaciar homónimo. El paseo fue muy agradable: el viento corría pero esta vez sin violencia, el aire que respirábamos era increíblemente puro y la belleza del lago que se deslizaba entre las piedras, llevando a su paso trocitos del hielo del glaciar que tintineaban suavemente, nos acompañó todo el camino.
Cuando llegamos al glaciar Serrano, nos quedamos calladas. Es de un azul impresionante que no sabría definir porque no se compara con nada. Ni azul mar ni azul cielo: es un azul glaciar que con tan solo verlo te transmite la frialdad y la pureza de ese gigante de hielo.
Joselyn y yo nos tomamos muchas fotos. Demasiadas, quizás. En un momento, sin embargo, una vocecita interior me llamó la atención. No sé qué fue, pero apagué la cámara y guardé el celular. Me alejé un poco. Me quedé sola y me dediqué a contemplar el paisaje. Sin ruidos, sin lentes y sin vanidad de por medio. Éramos la Patagonia y yo. Aunque siempre me gusta racionalizar mi entorno, sabía que sería una pérdida de tiempo tratar de encajar este momento y ese lugar en algún pensamiento lógico. Decidí dejar que mis sentidos sucumbieran complacidos ante ese derroche exuberante de belleza y de naturaleza. Me dediqué a sentir.
Y, sobre todo, me dediqué a escuchar.  El tintineo de hielitos que se habían desprendido del glaciar y chocaban entre sí. La dulce y casi imperceptible explosión que hacían las ondas de agua al morir en las orillas. El pequeño y suave rugido del viento. El estruendo de una pequeña avalancha en lo alto de la montaña. Mi propio corazón.  Mi mente que en ese momento solo pensaba: “Dios existe”.
Me dieron ganas de llorar. No es fácil asumir que el mundo puede ser así de bonito. No cualquiera puede aceptar que su vida está hecha un desastre y que a la vez es tan privilegiado de vivir un momento como ese. Es difícil asimilar la rara belleza que hay en los contrastes.


Joselyn se acercó. Ella había tenido su propio espacio para dedicarse al silencio y a la contemplación. Ambas nos sentíamos en ese momento increíblemente afortunadas: el fin del mundo nos había sosegado el alma y había transformado nuestra angustia en algo muy parecido a la paz. Finalmente emprendimos el camino de regreso a la embarcación por el mismo sendero que nos había traído a este lugar. Era un camino estrecho, así que una iba adelante y la otra atrás. Lo importante es que íbamos con el alma ligera y el corazón feliz. Y, más importante aún, íbamos juntas. Como siempre.

Joanna Ruiz Méndez

Con mi hermana hasta el fin del mundo (II)



3 de enero de 2018. Puerto Natales - Torres del Paine.
El hostal en donde nos quedamos en Puerto Natales era sencillo pero acogedor. Nos proporcionó todo lo que necesitábamos: una ducha, dos buenas camas y café gratis. Tenía espacios comunes en los que, de haber tenido más tiempo, hubiéramos compartido con turistas de diversas nacionalidades. En el poco tiempo que tuvimos de interactuar, hablamos con dos personas: una muchacha china muy simpática que viajaba con sus papás y también con el dueño del hostal, un chileno socialista que, después de haberle dejado clara mi poca simpatía por la izquierda, disfrutaba llamándome “camarada” cada vez que me veía. 
Fue allí en ese hostal donde nos recogieron para comenzar el tour que nos llevaría al Parque Nacional Torres del Paine, conocido como la octava maravilla del mundo por alguna votación importante que alguna vez hicieron por internet y el lugar que nos había motivado a conocer la Patagonia chilena después de haber visto algunas fotos en Google.
Nuestro guía era un muchacho serio y amable que, de no haber tenido un bigotito ridículo conformado por tres pelos, hubiera resultado atractivo. Cuando emprendimos nuestro camino hacia el Parque, empezó a explicarnos sobre la vegetación de la zona, el clima y otros detalles interesantes que yo escuchaba con atención pero que Joselyn apenas entendía. Casi desde el mismo momento en que comenzó el paseo, me anunció que se sentía mareada. Al rato, me pidió que le dijera al muchacho que paráramos porque tenía que vomitar.
Cuando vomitó la primera vez, ambas nos ilusionamos pensando que ya se sentiría mejor, pero la verdad es que no paró de vomitar el resto del paseo. En ningún momento pudo recuperarse del todo y sólo disfrutó el recorrido porque es realmente indetenible cuando se trata de pasear y de viajar. Otras personas se hubieran acostado al final de la van a esperar la muerte, pero Joselyn mantenía los ojos abiertos cuando el mareo se lo permitía, se reía en los breves momentos de mejora y soportaba de manera estoica cada recaída. Además, aprendió a coordinar el vómito con las paradas que hacíamos en los puntos estratégicos, por lo que el recorrido se pudo hacer sin mayores contratiempos. El parque nacional Torres del Paine quedará en mi memoria como ese territorio espléndido de vegetación cambiante y agreste, lagos soberbios, macizos impresionantes -que le dan el nombre al lugar- y paisajes de postal en el que Joselyn rompió el récord de vómitos en un día.

Los paisajes del Parque Nacional Torres del Paine
se enganchan en la retina y en el alma

Algo que tampoco se me olvidará es la caminata hasta el mirador del Glaciar Grey. Aunque el guía le recomendó expresamente a Joselyn que no la realizara, ella puso su mejor cara -que para ese momento estaba como amarilla- y le dijo:
-        -  Yo puedo hacerlo.
La caminata incluía atravesar un puente colgante sobre el río Pingo que el viento batuqueaba sin piedad. Por allí pasamos y luego recorrimos toda la playa al lado del lago Grey, caminata que se dificultaba porque el viento cada vez corría con más fuerza y literalmente te empujaba hacia un lado. Después, otra caminata de alrededor veinte minutos por un sendero escarpado te llevaba finalmente al mirador, desde donde se podía observar el famoso glaciar Grey.  Hasta allí llegamos relativamente ilesas, nos tomamos las fotos de rigor y emprendimos el camino de regreso.

Lago y glaciar Grey

Cuando volvimos a la playa, el viento era aún más potente y no nos permitía respirar bien porque entraba a chorros por nuestra nariz y de ahí derecho pasaba con fuerza a los pulmones. Como íbamos en contra de su dirección, lo que antes eran empujones se volvió una pared de aire que no nos dejaba casi avanzar. Además, comenzó a caer una lluvia en la que las gotas se sentían como dardos que nos golpeaban la cara. No recuerdo si también alcanzó a granizar. 
Joselyn ya estaba pálida otra vez pero no dejaba de caminar. La agarré fuerte por un brazo y comencé a contar nuestros pasos en voz alta para agarrar un ritmo que nos permitiera avanzar, pero pronto me callé: el aire no me dejaba hablar. Me empecé a sentir débil pero sabía que no podía parar porque ella dependía de mí. Ella, por su parte, sabía que no podía darse el lujo de desmayarse en esas circunstancias porque se nos hubiera arruinado todo el paseo. Cada una con su motivación se inspiró a continuar y, tomadas del brazo, logramos hacer todo el camino de regreso hasta el autobús.
Con Joselyn hemos pasados por muchas situaciones, felices y agridulces. Para mí, sin embargo, nada revela mejor nuestra hermandad que esa escena de nosotras caminando de frente contra el viento, extenuadas, tomadas del brazo y dándonos ánimo mutuamente. Si algo nos convencía de que llegaríamos hasta el final era una sola razón: estábamos juntas.

Joanna Ruiz Méndez

lunes, julio 09, 2018

Con mi hermana hasta el fin del mundo (I)



2 de enero de 2018. Punta Arenas.

Joselyn y yo comenzamos el viaje el primero de enero. Llegar a Punta Arenas desde Bogotá nos tomó dos aviones y casi 8 horas de vuelo. Ni ella ni yo habíamos dormido, salvo que se considere sueño a ese retozo incansable que uno establece en los asientos de los aviones. La energía y la buena actitud, sin embargo, volaron con nosotras. Ese viaje al fin del mundo era nuestra forma de rebelarnos ante la vida cotidiana agridulce, la frustración y el desempleo, así que apostamos por ignorar el cansancio y la necesidad de darnos un buen duchazo. Estábamos genuinamente felices.
Apenas salimos del aeropuerto, el frío nos sacudió. Aún en pleno verano, Punta Arenas es una ciudad helada y ventosa cuyo clima contrasta con la extrema calidez de sus habitantes. Nos sorprendió un poco ver que todo el mundo nos atendía y hablaba con el cariño que uno le destina a viejos conocidos. Nos preguntaban con interés por Colombia cuando sabían que veníamos de Bogotá y aún con más interés sobre Venezuela cuando se enteraban que éramos caraqueñas.  Una señora que nos vendió unas empanadas deliciosas hasta nos contó con detalles y una emoción evidente que pronto conocería Cartagena.
Nuestra conexión más profunda en Punta Arenas, sin embargo, no fue con una persona. Cuando nos detuvimos en la Costanera a fotografiar a los cormoranes que estaban posados sobre un muelle, un perro se nos acercó y se sentó a nuestro lado. Lo saludamos -porque es de mala educación no saludar a un perro que se acerca a uno- y seguimos tomando fotos.
Yo dediqué varios minutos a obtener una buena imagen de esas aves que, a lo lejos, parecen pingüinos: el perrito siguió allí. Cuando decidimos emprender la caminata por la Costanera, un plan obligado para los que visitan Punta Arenas, él se fue con nosotras.
Si parábamos, él paraba. Cuando emprendíamos nuevamente la marcha, él trotaba a nuestro lado. Un par de veces se entretuvo con otros turistas y entonces nos tocaba llamarlo para que no se quedara atrás:
-          ¡Crusoe, tenemos que seguir!
Y él, que probablemente no se llamaba Crusoe ni entendía español, apuraba el paso para no quedarse. Un par de veces nos sentimos un poco nerviosas porque había tramos de la Costanera que eran solitarios, pero saber que ese perro enorme y buenazo nos acompañaba nos daba tranquilidad. Recuerdo esa caminata al lado del estrecho de Magallanes y con un perro como compañía como nuestra mejor experiencia en Punta Arenas.
Crusoe, nuestro compañero en la caminata por la Costanera
Cuando decidimos ir hacia el Cementerio Municipal, uno de los principales lugares turísticos de la ciudad, Crusoe se nos perdió. Se puso a jugar con otros perros y, de repente, no lo vimos más. Desapareció. ¡Crusoe, Crusoe! gritamos, pero no respondió a nuestro llamado. Quedarnos sin la compañía del único perro que habíamos sentido como propio en toda nuestra vida, nos generó una tristísima sensación de pérdida.
Ya menos entusiasmadas, nos metimos al cementerio para fotografiar los emblemáticos cipreses que están en la entrada. Creo que también buscamos los seis que habían quemado el día anterior, un acto de vandalismo no muy común en Punta Arenas que tenía indignados a todos los pobladores y que había recibido, por su rareza, la primera plana del diario El Pingüino.

Los cipreses del Cementerio Municipal son su principal atractivo
Al final de la tarde, después de haber fotografiado las casitas multicolores de Punta Arenas, recorrido varias placitas y visitado un museo, decidimos irnos a la estación de buses. Allí teníamos que tomar uno que nos llevaría hasta Puerto Natales, nuestro próximo destino. Cuando el bus comenzó a arrancar, miré con tristeza y un poquito de esperanza por la ventana. Ni rastro de Crusoe.

Joanna Ruiz Méndez

viernes, mayo 04, 2018

Juan, el arquitecto de la rumba



“Hay dos formas de convertirte en profesor de rumba. La primera es porque naces con eso, lo llevas dentro de ti. La segunda, te preparas a nivel profesional. Yo soy una combinación de ambas”. En Juan Gutiérrez además influyó un tercer elemento: su familia. En su casa, además de maracas y tambores, también había casetes del Gran Combo de Puerto Rico, Grupo Niche, Willie Colón, Orquesta Guayacán y Héctor Lavoe. Había también, según sus propias palabras, una mamá que baila por todo.


El segundo piso de ese gimnasio que está por la 116 es amplio y luminoso. Del lado derecho hay varias máquinas de cardio, al fondo se ven grandes ventanales que dan a la calle y hacia la izquierda está un espacio despejado en el que destacan los espejos que ocupan todas las paredes y unas colchonetas arrumadas hacia una esquina. Ese es el escenario de Juan. Allí, frente a los espejos, baila. Detrás de él, varios alumnos lo siguen. Lo siguen incluso cuando hace esa coreografía de Danza Kuduro que incluye meneo de caderas, un giro sabroso de 360 grados sobre su pierna derecha y diversos movimientos de brazos: arriba, al nivel de la cintura, hacia los lados. Algunos participantes logran dominar los pasos, pero es claro que en esta clase ningún alumno superará al maestro: la gracia y la energía de Juan son difíciles de imitar.

Juan tiene 21 años y nació es Istmina, Chocó. Se lo trajeron a Bogotá siendo un bebé y el ritmo se vino con él: desde hace año y medio es instructor de rumba y mueve su cuerpo de ébano al ritmo de reggaetón, salsa, champeta, merengue y funk. En realidad, Juan baila al ritmo que le toquen y, por pura vocación, pone a bailar a otros también.


Cuando baila salsa –casi siempre un clásico, como Oiga, Mire, Vea o Aguanile - Juan repite siempre un paso: los brazos flexionados a la altura del pecho se mueven como si estuviera tocando una puerta imaginaria con insistencia mientras los pies giran rápidamente de forma que vira de izquierda a derecha en cuestión de un segundo. No todos los alumnos lo siguen con el mismo éxito, pero no es un movimiento difícil. Si una persona es constante puede que, después de algunas clases, termine dominándolo.


“Trato de no manejar pasos muy elaborados porque esto no es una escuela de baile. La gente viene a hacer ejercicio de una manera divertida y para muchos no coger los pasos puede ser algo frustrante. Yo tengo que hacer pasos que sean muy sencillos y que a la vez las personas los disfruten”. La rumba de Juan no es solo baile: también es metodología. Sus palabras denotan un compromiso importante con este oficio que ha elegido como una forma de liberar el estrés de la oficina. De 8 a.m. a 5 p.m., tiene un trabajo en donde hace planos y revisa obras de construcción. Él, en su vida fuera del gimnasio, es arquitecto. 

Uno de los pasos clásicos de la champeta es el famoso caballito. Para hacerlo se deben abrir un poco las piernas, se hace un movimiento similar al que haría un niño cuando juega a que está cabalgando y se abren y cierran parcialmente las rodillas, las cuales deben estar un poco flexionadas. Juan lo baila así mientras que mueve los brazos hacia adelante, un poco debajo del pecho, entrecruzándolos. Lo hace ver fácil, aunque para muchos no lo sea. De hecho, los alumnos juiciosos intentan imitar al profesor, pero cuando se trata de champeta, la clase se vuelve el mito de la caverna de Platón: Juan es la figura original y el resto de las personas son solo sombras en una de las paredes de la cueva.


El esfuerzo se ve recompensado así no sea de la forma esperada. Así le pasó a uno de los alumnos. “Hay un chico que no bailaba nada de champeta cuando empezó y yo aquí le expliqué como era. Hace poco me contó que bailando champeta conoció a una chica y ya es su novia. Entonces yo pensé: ´gracias a que yo le enseñé a bailar champeta el muchacho consiguió la conquista´”.


La franela de Juan queda empapada de sudor cuando termina la clase, pero él no muestra señales de cansancio. Sus movimientos son firmes, precisos y enérgicos hasta el final. Abdominales y unos ejercicios de estiramiento dan por culminada la sesión. Sin embargo, nadie se va hasta que Juan dice su frase de cierre: “regálense un fuerte aplauso”. Todos aplauden y esos aplausos van para ellos pero, en cierta manera, también van para él.



Joanna Ruiz Méndez