A pesar de que no comparto totalmente el punto de vista de la autora de este artículo, sí me llegó totalmente su mensaje. En parte porque, como ella, estoy totalmente en contra de las corridas de toros. Mejor dicho, las odio. Ella no las odia y durante un tiempo fue una fanática empedernida de la llamada fiesta brava. Pero ya no. Ella critica las corridas de toros con dolor, con conciencia, con motivos y con conocimiento de causa, como para callarle la boca a todos los fanáticos de esta terrible tradición que tratan de incultos e ignorantes a todo el que es enemigo de la tauromaquia. El artículo está escrito por la periodista María Paulina Ortiz y fue publicado en la revista colombiana Carrusel.
El llanto del toro
Si hubiera escrito este texto cuatro años atrás, lo habría hecho en el otro lado de esta página. La que corresponde "a favor". Soy una ex aficionada a los toros. No arrepentida, porque la pasé muy bien como seguidora de esta fiesta y, mientras la afición duró, viví con entusiasmo sus alegrías pre y post, sus condumios y sus remates, y disfruté lo alegre y también lo trágico del espectáculo de toro y torero en la arena. Pero se acabó. Recuerdo una frase de Ernest Hemingway en su maravilloso libro Muerte en la tarde: "Dos condiciones son necesarias para que a un país le gusten las corridas de toros. Una de ellas es que en ese país se críen toros, y la otra es que al pueblo le interese la muerte". Quizá fue eso. Que dejó de interesarme la muerte. Y esto, en la plaza, empezó por cuenta de un sonido.
La afición llegó de familia. Recuerdo una niñez con sabor a fiesta brava en cada fin y principio de año. Es decir, no era una de esas espectadoras casuales que llegaban -llegan- a la Santamaría a dejarse ver como si fuera la zona rosa. Y encontré en el camino amigos con quienes compartir el mismo placer por los olés gritados a buen tiempo. (Uno de ellos escribe aquí, precisamente, al otro lado de esta página). Cómo decir que no gocé con lo estético de la fiesta, sus colores, sus rituales y, claro, con los toreros. Pero, aunque suene ingenuo, una tarde vi todo desde el otro lado de la fiesta. El del toro. Y lo bello murió. "Entre el crimen airoso del capote, para ti fue el dolor, para él la gloria", escribió el poeta Miguel Hernández en su Elegía al toro. Eso.
Sucedió una tarde en la Santamaría, cuando fui a hacer un reportaje sobre el médico de César Rincón, Rafael Riveros, y me senté en el callejón. Era la primera vez que veía la corrida desde ese lugar; por lo general compraba entradas para filas bajas de sombra cuyo precio, por cierto, me dejaba sin nada en los bolsillos. Ese día, desde ahí, no vi al torero: vi al toro. Y sobre todo: lo oí. Sus gemidos de dolor, de sufrimiento, constantes, graves, en cada tercio de la faena, que me habían resultado inaudibles desde mi tradicional ubicación. Percibí lo grotesco que también puede llegar a ser todo eso. Entiendo que un argumento de los taurinos es que el toro de lidia ya no existiría si se acabaran las corridas. Pero no me parece lógico mantenerlo para acabarlo así. En fin. Aquella tarde no disfruté del espectáculo. Es más, dejó de parecerme espectáculo. Me aburrí (y eso que esa tarde no llovió, casi infaltable en temporadas bogotanas). Me cansé.
Siento que las corridas son algo que ya sobra en el mundo. Hoy ya no soportaría dos o tres horas sentada a la espera de un buen derechazo. No lo haría ni siquiera si se tratara de esperar apenas un minuto. No me he vuelto parte, sin embargo, de los fanáticos opositores que esperan en las puertas de las plazas para lanzarles huevos y madrazos a los aficionados. No. Pero ya no aguanto ver ni en repetición televisiva una espada entrando en el toro. No me parece algo para estos tiempos, como tantas otras cosas que a pesar de eso seguirán existiendo. Que sigan su camino los aficionados. No recibirán de mí una crítica. Pero no puedo ir contra mis emociones. Y una plaza de toros no me volverá a entusiasmar.
María Paulina Ortiz
La afición llegó de familia. Recuerdo una niñez con sabor a fiesta brava en cada fin y principio de año. Es decir, no era una de esas espectadoras casuales que llegaban -llegan- a la Santamaría a dejarse ver como si fuera la zona rosa. Y encontré en el camino amigos con quienes compartir el mismo placer por los olés gritados a buen tiempo. (Uno de ellos escribe aquí, precisamente, al otro lado de esta página). Cómo decir que no gocé con lo estético de la fiesta, sus colores, sus rituales y, claro, con los toreros. Pero, aunque suene ingenuo, una tarde vi todo desde el otro lado de la fiesta. El del toro. Y lo bello murió. "Entre el crimen airoso del capote, para ti fue el dolor, para él la gloria", escribió el poeta Miguel Hernández en su Elegía al toro. Eso.
Sucedió una tarde en la Santamaría, cuando fui a hacer un reportaje sobre el médico de César Rincón, Rafael Riveros, y me senté en el callejón. Era la primera vez que veía la corrida desde ese lugar; por lo general compraba entradas para filas bajas de sombra cuyo precio, por cierto, me dejaba sin nada en los bolsillos. Ese día, desde ahí, no vi al torero: vi al toro. Y sobre todo: lo oí. Sus gemidos de dolor, de sufrimiento, constantes, graves, en cada tercio de la faena, que me habían resultado inaudibles desde mi tradicional ubicación. Percibí lo grotesco que también puede llegar a ser todo eso. Entiendo que un argumento de los taurinos es que el toro de lidia ya no existiría si se acabaran las corridas. Pero no me parece lógico mantenerlo para acabarlo así. En fin. Aquella tarde no disfruté del espectáculo. Es más, dejó de parecerme espectáculo. Me aburrí (y eso que esa tarde no llovió, casi infaltable en temporadas bogotanas). Me cansé.
Siento que las corridas son algo que ya sobra en el mundo. Hoy ya no soportaría dos o tres horas sentada a la espera de un buen derechazo. No lo haría ni siquiera si se tratara de esperar apenas un minuto. No me he vuelto parte, sin embargo, de los fanáticos opositores que esperan en las puertas de las plazas para lanzarles huevos y madrazos a los aficionados. No. Pero ya no aguanto ver ni en repetición televisiva una espada entrando en el toro. No me parece algo para estos tiempos, como tantas otras cosas que a pesar de eso seguirán existiendo. Que sigan su camino los aficionados. No recibirán de mí una crítica. Pero no puedo ir contra mis emociones. Y una plaza de toros no me volverá a entusiasmar.
María Paulina Ortiz
Extraído de la revista Carrusel. Puede encontrarse aquí:
(En este link también puede leerse un artículo a favor de la tauromaquia, que es a la vez una predicción sobre el final inminente de la fiesta brava. No está de más leerlo).
Joanna Ruiz Méndez
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