miércoles, julio 11, 2018

Con mi hermana hasta el fin del mundo (II)



3 de enero de 2018. Puerto Natales - Torres del Paine.
El hostal en donde nos quedamos en Puerto Natales era sencillo pero acogedor. Nos proporcionó todo lo que necesitábamos: una ducha, dos buenas camas y café gratis. Tenía espacios comunes en los que, de haber tenido más tiempo, hubiéramos compartido con turistas de diversas nacionalidades. En el poco tiempo que tuvimos de interactuar, hablamos con dos personas: una muchacha china muy simpática que viajaba con sus papás y también con el dueño del hostal, un chileno socialista que, después de haberle dejado clara mi poca simpatía por la izquierda, disfrutaba llamándome “camarada” cada vez que me veía. 
Fue allí en ese hostal donde nos recogieron para comenzar el tour que nos llevaría al Parque Nacional Torres del Paine, conocido como la octava maravilla del mundo por alguna votación importante que alguna vez hicieron por internet y el lugar que nos había motivado a conocer la Patagonia chilena después de haber visto algunas fotos en Google.
Nuestro guía era un muchacho serio y amable que, de no haber tenido un bigotito ridículo conformado por tres pelos, hubiera resultado atractivo. Cuando emprendimos nuestro camino hacia el Parque, empezó a explicarnos sobre la vegetación de la zona, el clima y otros detalles interesantes que yo escuchaba con atención pero que Joselyn apenas entendía. Casi desde el mismo momento en que comenzó el paseo, me anunció que se sentía mareada. Al rato, me pidió que le dijera al muchacho que paráramos porque tenía que vomitar.
Cuando vomitó la primera vez, ambas nos ilusionamos pensando que ya se sentiría mejor, pero la verdad es que no paró de vomitar el resto del paseo. En ningún momento pudo recuperarse del todo y sólo disfrutó el recorrido porque es realmente indetenible cuando se trata de pasear y de viajar. Otras personas se hubieran acostado al final de la van a esperar la muerte, pero Joselyn mantenía los ojos abiertos cuando el mareo se lo permitía, se reía en los breves momentos de mejora y soportaba de manera estoica cada recaída. Además, aprendió a coordinar el vómito con las paradas que hacíamos en los puntos estratégicos, por lo que el recorrido se pudo hacer sin mayores contratiempos. El parque nacional Torres del Paine quedará en mi memoria como ese territorio espléndido de vegetación cambiante y agreste, lagos soberbios, macizos impresionantes -que le dan el nombre al lugar- y paisajes de postal en el que Joselyn rompió el récord de vómitos en un día.

Los paisajes del Parque Nacional Torres del Paine
se enganchan en la retina y en el alma

Algo que tampoco se me olvidará es la caminata hasta el mirador del Glaciar Grey. Aunque el guía le recomendó expresamente a Joselyn que no la realizara, ella puso su mejor cara -que para ese momento estaba como amarilla- y le dijo:
-        -  Yo puedo hacerlo.
La caminata incluía atravesar un puente colgante sobre el río Pingo que el viento batuqueaba sin piedad. Por allí pasamos y luego recorrimos toda la playa al lado del lago Grey, caminata que se dificultaba porque el viento cada vez corría con más fuerza y literalmente te empujaba hacia un lado. Después, otra caminata de alrededor veinte minutos por un sendero escarpado te llevaba finalmente al mirador, desde donde se podía observar el famoso glaciar Grey.  Hasta allí llegamos relativamente ilesas, nos tomamos las fotos de rigor y emprendimos el camino de regreso.

Lago y glaciar Grey

Cuando volvimos a la playa, el viento era aún más potente y no nos permitía respirar bien porque entraba a chorros por nuestra nariz y de ahí derecho pasaba con fuerza a los pulmones. Como íbamos en contra de su dirección, lo que antes eran empujones se volvió una pared de aire que no nos dejaba casi avanzar. Además, comenzó a caer una lluvia en la que las gotas se sentían como dardos que nos golpeaban la cara. No recuerdo si también alcanzó a granizar. 
Joselyn ya estaba pálida otra vez pero no dejaba de caminar. La agarré fuerte por un brazo y comencé a contar nuestros pasos en voz alta para agarrar un ritmo que nos permitiera avanzar, pero pronto me callé: el aire no me dejaba hablar. Me empecé a sentir débil pero sabía que no podía parar porque ella dependía de mí. Ella, por su parte, sabía que no podía darse el lujo de desmayarse en esas circunstancias porque se nos hubiera arruinado todo el paseo. Cada una con su motivación se inspiró a continuar y, tomadas del brazo, logramos hacer todo el camino de regreso hasta el autobús.
Con Joselyn hemos pasados por muchas situaciones, felices y agridulces. Para mí, sin embargo, nada revela mejor nuestra hermandad que esa escena de nosotras caminando de frente contra el viento, extenuadas, tomadas del brazo y dándonos ánimo mutuamente. Si algo nos convencía de que llegaríamos hasta el final era una sola razón: estábamos juntas.

Joanna Ruiz Méndez

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