2 de enero de 2018. Punta Arenas.
Joselyn y yo
comenzamos el viaje el primero de enero. Llegar a Punta Arenas desde Bogotá nos
tomó dos aviones y casi 8 horas de vuelo. Ni ella ni yo habíamos dormido, salvo
que se considere sueño a ese retozo incansable que uno establece en los
asientos de los aviones. La energía y la buena actitud, sin embargo, volaron
con nosotras. Ese viaje al fin del mundo era nuestra forma de rebelarnos
ante la vida cotidiana agridulce, la frustración y el desempleo, así que
apostamos por ignorar el cansancio y la necesidad de darnos un buen duchazo.
Estábamos genuinamente felices.
Apenas
salimos del aeropuerto, el frío nos sacudió. Aún en pleno verano, Punta Arenas
es una ciudad helada y ventosa cuyo clima contrasta con la extrema calidez de
sus habitantes. Nos sorprendió un poco ver que todo el mundo nos atendía y
hablaba con el cariño que uno le destina a viejos conocidos. Nos preguntaban
con interés por Colombia cuando sabían que veníamos de Bogotá y aún con más
interés sobre Venezuela cuando se enteraban que éramos caraqueñas. Una señora que nos vendió unas empanadas
deliciosas hasta nos contó con detalles y una emoción evidente que pronto
conocería Cartagena.
Nuestra
conexión más profunda en Punta Arenas, sin embargo, no fue con una persona.
Cuando nos detuvimos en la Costanera a fotografiar a los cormoranes que estaban
posados sobre un muelle, un perro se nos acercó y se sentó a nuestro lado. Lo
saludamos -porque es de mala educación no saludar a un perro que se acerca a
uno- y seguimos tomando fotos.
Yo dediqué
varios minutos a obtener una buena imagen de esas aves que, a lo lejos, parecen
pingüinos: el perrito siguió allí. Cuando decidimos emprender la caminata por
la Costanera, un plan obligado para los que visitan Punta Arenas, él se fue con
nosotras.
Si parábamos,
él paraba. Cuando emprendíamos nuevamente la marcha, él trotaba a nuestro lado.
Un par de veces se entretuvo con otros turistas y entonces nos tocaba llamarlo
para que no se quedara atrás:
-
¡Crusoe,
tenemos que seguir!
Y él, que
probablemente no se llamaba Crusoe ni entendía español, apuraba el paso para no
quedarse. Un par de veces nos sentimos un poco nerviosas porque había tramos de
la Costanera que eran solitarios, pero saber que ese perro enorme y buenazo nos
acompañaba nos daba tranquilidad. Recuerdo esa caminata al lado del estrecho de
Magallanes y con un perro como compañía como nuestra mejor experiencia en Punta
Arenas.
Crusoe, nuestro compañero en la caminata por la Costanera |
Cuando
decidimos ir hacia el Cementerio Municipal, uno de los principales lugares
turísticos de la ciudad, Crusoe se nos perdió. Se puso a jugar con otros perros
y, de repente, no lo vimos más. Desapareció. ¡Crusoe, Crusoe! gritamos, pero no
respondió a nuestro llamado. Quedarnos sin la compañía del único perro que
habíamos sentido como propio en toda nuestra vida, nos generó una tristísima
sensación de pérdida.
Ya menos
entusiasmadas, nos metimos al cementerio para fotografiar los emblemáticos
cipreses que están en la entrada. Creo que también buscamos los seis que habían
quemado el día anterior, un acto de vandalismo no muy común en Punta Arenas que
tenía indignados a todos los pobladores y que había recibido, por su rareza, la
primera plana del diario El Pingüino.
Los cipreses del Cementerio Municipal son su principal atractivo |
Al final de
la tarde, después de haber fotografiado las casitas multicolores de Punta
Arenas, recorrido varias placitas y visitado un museo, decidimos irnos a la
estación de buses. Allí teníamos que tomar uno que nos llevaría hasta Puerto
Natales, nuestro próximo destino. Cuando el bus comenzó a arrancar, miré con
tristeza y un poquito de esperanza por la ventana. Ni rastro de Crusoe.
Joanna Ruiz Méndez
Joanna Ruiz Méndez
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