“Buenas noches señor. Me lleva para. ¿Cuánto es? Está bien”.
Ya no puedo decirle que me parece demasiado caro. Estoy montada aquí, en el taxi del señor y prácticamente, siento que mi vida depende de él. De que sea bueno, de que me lleve a mi destino. Por eso si peleo, peleo antes de montarme. Nunca cuando ya lo he hecho. Como diría CAP, sería un autosuicidio. AUTO-SUICIDIO. Literalmente.
Este hombre no habla. Pone música suave, casi imperceptible. Es un señor de unos 50 años, es bastante gordo y tiene un bigote finito. Es el contraste, no el equilibrio, lo que me llama la atención. Pero claro, sólo me fijo en eso para apartar esta molestia. Esta sensación que me entra cada vez que salgo de noche. Me entra un miedo que se me agazapa en el estómago en un punto que se conecta directamente con los lagrimales. Me entran unas ganas de llorar demasiado horribles pues. Y me da rabia. Si se supone que voy a rumbear, a disfrutar en grande, a bailar, a ver amigos y me reiré muchísimo en el futuro ¿por qué me siento así ahora? Claro, el futuro nada tiene que ver con este presente melancólico y feo. Pero igual. Me da rabia y tristeza y ganas de llorar. Por eso analizo al taxista gordito, que sigue en silencio y probablemente no se imagina lo que yo, también en silencio, pienso en este momento.
Tal vez tiene que ver la ciudad. La ciudad hostil, de día y de noche, que esconde unos secretos horribles. Yo sé que Yordano se enamoró en una noche como esta, de la noche en esta ciudad, de la luna y las estrellas que se ven en la noche de esta ciudad. Pero a mi me da miedo esta noche, que promete más desgracias que bendiciones. Yo sé que igual de peligroso es el día, pero todo da más miedo cuando se esconde el sol. Es el miedo infantil a la oscuridad, a saberse solo entre las sombras, al monstruo que se esconde debajo de la cama y que al parecer sólo nosotros podemos ver.
Pero claro, también me da miedo agarrar taxi, así sea de línea. Porque todas las mujeres en esta ciudad nos montamos en un taxi con miedo, por la idea de que nos pueden violar. Que ese señor que está en el volante, es un pervertido. Que los seguros de la puerta se cerrarán para siempre y no podremos salir de ese carro por más que queramos. Siempre nos imaginamos en las páginas de sucesos cuando nos montamos en un taxi, aunque sea un pensamiento fugaz. O a lo mejor, es una paranoia mía que aplico al colectivo. A lo mejor yo soy la miedosa. La que no deja de ver los seguros, al señor, las posibles salidas. Esto es peor que una película de terror. Es peor que Chucky, que una poseída malhumorada, que un vampiro hambriento. Este miedo es peor, porque no me protege una pantalla. Esto es la vida real, aquí si salpica la sangre. Y de que forma.
Sí, creo que es la vida en esta ciudad. En esta ciudad que se ha convertido en un matrimonio demasiado largo y demasiado malo. Esta ciudad a la que estoy a punto de pedirle el divorcio. No puedo vivir con esta inseguridad, con este miedo. No puedo dejarle todo el trabajo a la bendición que me echa mi mamá cada vez que salgo de la casa. No quiero esta opresión en el pecho cuando decido salir de mi casa en la noche. No quiero sentir que en el futuro me espere un “¿por qué saliste? Tú sabes lo peligroso que está todo. Estabas tan bien en la casa y…” Que me lo puede decir alguien o me lo puedo decir yo misma. Es este toque de queda decretado por el instinto de supervivencia, tan real como esta vida y como esta ciudad y como mi miedo. Y como mis ganas de llorar.
Ya estoy llegando. Un par de veces me asusté porque el señor se puso creativo con la ruta. Esa es otra. Si los taxistas se van por los caminos verdes, parece una señal definitiva del triste destino que nos espera. Pero no, el señor se metió por calles solitarias pero ya llegó a donde está la movida nocturna, el bululú, la gente. La gente. La chama que apenas se viste para que todos la miren, el pana que se echa cualquier cantidad de gelatina para mantener en su sitio un peinado imposible, el perrocalentero que a esa hora recibe más clientes que en el resto del día y hace su agosto con su legión de panes, salsas y salchichas. El señor me dice que si me deja en tal esquina. Le digo que sí. Y con mi pensamiento le digo, gracias por no ser un pervertido señor, gracias por traerme sana y salva a mi destino, gracias ahora por desearme que me vaya bien. Gracias.
“Aquí tiene señor. Gracias por todo. Buenas noches”.
Joanna Ruiz Méndez
Ya no puedo decirle que me parece demasiado caro. Estoy montada aquí, en el taxi del señor y prácticamente, siento que mi vida depende de él. De que sea bueno, de que me lleve a mi destino. Por eso si peleo, peleo antes de montarme. Nunca cuando ya lo he hecho. Como diría CAP, sería un autosuicidio. AUTO-SUICIDIO. Literalmente.
Este hombre no habla. Pone música suave, casi imperceptible. Es un señor de unos 50 años, es bastante gordo y tiene un bigote finito. Es el contraste, no el equilibrio, lo que me llama la atención. Pero claro, sólo me fijo en eso para apartar esta molestia. Esta sensación que me entra cada vez que salgo de noche. Me entra un miedo que se me agazapa en el estómago en un punto que se conecta directamente con los lagrimales. Me entran unas ganas de llorar demasiado horribles pues. Y me da rabia. Si se supone que voy a rumbear, a disfrutar en grande, a bailar, a ver amigos y me reiré muchísimo en el futuro ¿por qué me siento así ahora? Claro, el futuro nada tiene que ver con este presente melancólico y feo. Pero igual. Me da rabia y tristeza y ganas de llorar. Por eso analizo al taxista gordito, que sigue en silencio y probablemente no se imagina lo que yo, también en silencio, pienso en este momento.
Tal vez tiene que ver la ciudad. La ciudad hostil, de día y de noche, que esconde unos secretos horribles. Yo sé que Yordano se enamoró en una noche como esta, de la noche en esta ciudad, de la luna y las estrellas que se ven en la noche de esta ciudad. Pero a mi me da miedo esta noche, que promete más desgracias que bendiciones. Yo sé que igual de peligroso es el día, pero todo da más miedo cuando se esconde el sol. Es el miedo infantil a la oscuridad, a saberse solo entre las sombras, al monstruo que se esconde debajo de la cama y que al parecer sólo nosotros podemos ver.
Pero claro, también me da miedo agarrar taxi, así sea de línea. Porque todas las mujeres en esta ciudad nos montamos en un taxi con miedo, por la idea de que nos pueden violar. Que ese señor que está en el volante, es un pervertido. Que los seguros de la puerta se cerrarán para siempre y no podremos salir de ese carro por más que queramos. Siempre nos imaginamos en las páginas de sucesos cuando nos montamos en un taxi, aunque sea un pensamiento fugaz. O a lo mejor, es una paranoia mía que aplico al colectivo. A lo mejor yo soy la miedosa. La que no deja de ver los seguros, al señor, las posibles salidas. Esto es peor que una película de terror. Es peor que Chucky, que una poseída malhumorada, que un vampiro hambriento. Este miedo es peor, porque no me protege una pantalla. Esto es la vida real, aquí si salpica la sangre. Y de que forma.
Sí, creo que es la vida en esta ciudad. En esta ciudad que se ha convertido en un matrimonio demasiado largo y demasiado malo. Esta ciudad a la que estoy a punto de pedirle el divorcio. No puedo vivir con esta inseguridad, con este miedo. No puedo dejarle todo el trabajo a la bendición que me echa mi mamá cada vez que salgo de la casa. No quiero esta opresión en el pecho cuando decido salir de mi casa en la noche. No quiero sentir que en el futuro me espere un “¿por qué saliste? Tú sabes lo peligroso que está todo. Estabas tan bien en la casa y…” Que me lo puede decir alguien o me lo puedo decir yo misma. Es este toque de queda decretado por el instinto de supervivencia, tan real como esta vida y como esta ciudad y como mi miedo. Y como mis ganas de llorar.
Ya estoy llegando. Un par de veces me asusté porque el señor se puso creativo con la ruta. Esa es otra. Si los taxistas se van por los caminos verdes, parece una señal definitiva del triste destino que nos espera. Pero no, el señor se metió por calles solitarias pero ya llegó a donde está la movida nocturna, el bululú, la gente. La gente. La chama que apenas se viste para que todos la miren, el pana que se echa cualquier cantidad de gelatina para mantener en su sitio un peinado imposible, el perrocalentero que a esa hora recibe más clientes que en el resto del día y hace su agosto con su legión de panes, salsas y salchichas. El señor me dice que si me deja en tal esquina. Le digo que sí. Y con mi pensamiento le digo, gracias por no ser un pervertido señor, gracias por traerme sana y salva a mi destino, gracias ahora por desearme que me vaya bien. Gracias.
“Aquí tiene señor. Gracias por todo. Buenas noches”.
Joanna Ruiz Méndez
4 comentarios:
Amiga me encantó... lamentablemente tienes razón la inseguridad nos mantiene en una terrible zozobra tanto para quienes nos aventuramos a salir de casa como para los que se quedan en ella esperando que regresemos sanos y salvos. Que tristeza tener que vivir así y definitivamente lo plasmaste tal cual sobre todo el dar gracias cuando el taxista te deja en tu destino jejeje... :) te quiero mucho amiga! me encanta tu manera pintoresca de relatar la realidad, sigue así :)
que molesto vivir siempre con ese miedo, esa incertidumbre y esa inseguridad... :Z
PD: te falto nombrar al coco jajaja :P
Pache: Es verdad, la zozobra es igual para el que se queda en la casa (incluso peor). Gracias por el comentario amiga, un abrazo!
Juan: No nombré al coco porque nunca le tuve miedo, ni siquiera cuando era niña jeje gracias por escribir, besos!
Yo he pasado por ese mismo susto, el último fue el día antes de cumplir mis 30. Por querer llegar a un sitio antes de que cerraran y con un palo de agua encima, acepté el servicio del 1ro que dijo: "Taxiiii", con esa sola palabra no identifiqué la forma de hablar del señor, esa misma forma de hablar que me hizo arrepentirme durante todo el camino de mi decisión.
En un momento de la cola, el señor comenzó a hablar de la muerte, de como alguien estaba vivo y de un momento a otro ya no lo estaba. Pensé que se refería a mi y recé mucho. Sólo estaba esperando que en cualquier momento me sacara un arma. Ya tenía visualizados los seguros del taxi, pero no me creía tan rápida para escapar ilesa dentro de esa furiosa lluvia.
Me lamenté mucho, por no valorar mi vida, y aceptar al 1ro que vi sólo por llegar a tiempo al sitio, donde sólo debía comprar unas cuantas cosas. Me dio mucha tristeza por mi familia que ya no me tendrían y que a lo mejor en lugar de celebrar mi cumple, tendrían que pasar el día buscándome o como locos tratando de pagar mi rescate.
La cola por la lluvia, prolongó mi sufrimiento. Finalmente llegué, sana y salva. El señor me dijo que me cuidara y que tratara de no mojarme. Me lamenté haberlo juzgado mal, él cumplía su trabajo y a su estilo, lo hizo bien, fue muy ameno. Pero no pude dejar de asustarme y ver como en unos cuantos minutos transcurría toda mi vida. Tal vez como dices tú, sea esta ciudad, que nos enseñó a vivir así, y nosotros lamentablemente, nos hemos tenido que resignar a vivir así.
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