Lo admito con algo de vergüenza: tengo muy mala memoria.
Lo presentía desde que era muy pequeña, aunque sólo lo reconocí hasta hace poco. Mi cabeza no sirve para almacenar datos, sino para fabricar memorias. A diferencia de Funes el memorioso, inolvidable personaje creado por Jorge Luis Borges, que afirmaba "más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo", yo casi nunca recuerdo nada.
Cuando recuerdo, lo hago mal. Confundo fechas, lugares y olores. Confundo nombres, sentimientos e ideas. He puesto lágrimas en recuerdos que tenían risas y viceversa. He confundido los finales felices y los tristes, las anécdotas con los chismes, las ideas brillantes con las reflexiones mediocres. Confundo calles, avenidas y direcciones y llego a todos lados más por instinto que por conocimiento. Mi mente es una máquina de crear recuerdos, las vivencias de mi pasado rara vez coinciden con lo que aún retengo de ellas y para mí veinte, diez o cinco años atrás están más o menos a la misma distancia.
Es muy difícil para una periodista admitir esta mala memoria que va creciendo, me parece, a medida que pasa el tiempo. Sin embargo, y en aras de ser responsable con mi profesión y con mi vida, encontré una formulita que no me falla: escribo. Lo hago desde que era pequeña, cuando ya anticipaba este desastre y las posibles consecuencias que tendría en mi futuro. Escribo en papelitos, en hojas cartas, en revistas viejas, en folletos de publicidad, en Word, a mano, en mi celular, en mi casa, en el Metro, de día y de noche. Siempre escribo. A las entrevistas me voy armada de mi grabadora – o de dos-, pero igual no paro de escribir hasta que ésta concluye. Y también soy así de rigurosa con mis memorias personales: desde los doce años tengo agendas que lleno completas con detalles inoficiosos y absurdos que sólo para mí tienen sentido. Tal vez nadie entienda esta rara afición, pero deben comprender: es muy difícil vivir sin recuerdos.
Dicen que recordar es vivir, pero para mí recordar es adentrarme en un mundo de fábulas y contradicciones del que solamente salgo ilesa gracias a la palabra escrita. Escribo para definir los límites entre mi vida real y mi vida inventada. Para no perderme en el laberinto del pasado. Para poder recordar la cosas como fueron, porque a veces hace falta.
Joanna Ruiz Méndez
Lo presentía desde que era muy pequeña, aunque sólo lo reconocí hasta hace poco. Mi cabeza no sirve para almacenar datos, sino para fabricar memorias. A diferencia de Funes el memorioso, inolvidable personaje creado por Jorge Luis Borges, que afirmaba "más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo", yo casi nunca recuerdo nada.
Cuando recuerdo, lo hago mal. Confundo fechas, lugares y olores. Confundo nombres, sentimientos e ideas. He puesto lágrimas en recuerdos que tenían risas y viceversa. He confundido los finales felices y los tristes, las anécdotas con los chismes, las ideas brillantes con las reflexiones mediocres. Confundo calles, avenidas y direcciones y llego a todos lados más por instinto que por conocimiento. Mi mente es una máquina de crear recuerdos, las vivencias de mi pasado rara vez coinciden con lo que aún retengo de ellas y para mí veinte, diez o cinco años atrás están más o menos a la misma distancia.
Es muy difícil para una periodista admitir esta mala memoria que va creciendo, me parece, a medida que pasa el tiempo. Sin embargo, y en aras de ser responsable con mi profesión y con mi vida, encontré una formulita que no me falla: escribo. Lo hago desde que era pequeña, cuando ya anticipaba este desastre y las posibles consecuencias que tendría en mi futuro. Escribo en papelitos, en hojas cartas, en revistas viejas, en folletos de publicidad, en Word, a mano, en mi celular, en mi casa, en el Metro, de día y de noche. Siempre escribo. A las entrevistas me voy armada de mi grabadora – o de dos-, pero igual no paro de escribir hasta que ésta concluye. Y también soy así de rigurosa con mis memorias personales: desde los doce años tengo agendas que lleno completas con detalles inoficiosos y absurdos que sólo para mí tienen sentido. Tal vez nadie entienda esta rara afición, pero deben comprender: es muy difícil vivir sin recuerdos.
Dicen que recordar es vivir, pero para mí recordar es adentrarme en un mundo de fábulas y contradicciones del que solamente salgo ilesa gracias a la palabra escrita. Escribo para definir los límites entre mi vida real y mi vida inventada. Para no perderme en el laberinto del pasado. Para poder recordar la cosas como fueron, porque a veces hace falta.
Joanna Ruiz Méndez
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