Yo tenía el cabello cortico. El flequillo, que siempre me crecía demasiado rápido, me llegaba un poquito a los ojos. Y era flaca, flaquísima. Usaba camisa roja, braga para el diario y mono los días que me tocaba educación física. Ya había superado la etapa de mi-mamá-me-mima, pero aún sentía nostalgia cuando mi mamá me dejaba sola en el colegio y no me podía mimar. Me reía sin uno o dos dientes y creía que los niños de kinder eran unos bebés. Claro, yo estaba en preparatorio y tenía cuatros años completicos.
Él era un niño moreno y también era flaco, flaquísimo. Tenía cara de gárgola y cuando se reía era una gárgola burlona a la que también le faltaban dientes. Era tranquilo como un viejito que ya no espera nada de la vida. Si mi memoria no me falla, él se llamaba Kelvin y se sentaba a mi lado en la mesita que me asignaron en el salón de preparatorio. Y era mayor que yo: tenía cinco años. Completicos también.
Un día, amasando la plastilina para darle una forma decente, Kelvin comenzó a lanzarme puntas. Sí, Kelvin, el niño-gárgola, me empezó a caer pero durísimo. Se beneficiaba de su posición estratégica y no le importaba que otros niños compartieran con nosotros la mesita. Yo al principio me puse del color de mi camisa. Pero después, halagada y envalentonada por mi levante, decidí hacer algo completamente insólito. Creo que aproveché porque ese día había tocado educación física y tenía el mono: nada de braga que me impidiera ejecutar mi plan. Preparando el terreno dije como por casualidad:
- Hace demasiado calor.
Y me quité la camisa. La camisita roja talla 6, terminó en una de mis manitas manchadas de plastilina. Claro, no fue un striptease completo. Debajo de la camisa tenía una camiseta rosada. Pero eso fue suficiente: la cara de Kelvin fue un verdadero poema de ojos y boca abiertos y respiración entrecortada. Me miró como si yo fuera el último juego de Nintendo que había salido al mercado. El robot más sofisticado. El carrito más caro de la tienda. Yo, la niña deseada, estaba allí sin camisa. Era demasiado.
No sé porque la profesora no me dijo nada. El punto es que yo misma decidí colocarme la camisa al rato de haber ejecutado mi acto de exhibicionismo. Pero como todo acto arriesgado, este tuvo sus consecuencias. Dos minutos después de ponerme la camisa, Kelvin logró superar su asombro y sin más ni más, me zampó un beso en el cachete. La niñita que estaba a mi lado soltó el típico “eeeesooo” y yo hice que me puse brava. Y me puse brava un poquito, porque Kelvin no me gustaba para nada. Pero por otra parte yo, con mi cabello cortico, mi flequillo demasiado largo y flaquísima como era, me había atrevido a ser una niña sexy. Y ya no sólo le gustaba al niño-gargola: con mis artimañas, logré conquistarlo definitivamente.
Joanna Ruiz Méndez
Él era un niño moreno y también era flaco, flaquísimo. Tenía cara de gárgola y cuando se reía era una gárgola burlona a la que también le faltaban dientes. Era tranquilo como un viejito que ya no espera nada de la vida. Si mi memoria no me falla, él se llamaba Kelvin y se sentaba a mi lado en la mesita que me asignaron en el salón de preparatorio. Y era mayor que yo: tenía cinco años. Completicos también.
Un día, amasando la plastilina para darle una forma decente, Kelvin comenzó a lanzarme puntas. Sí, Kelvin, el niño-gárgola, me empezó a caer pero durísimo. Se beneficiaba de su posición estratégica y no le importaba que otros niños compartieran con nosotros la mesita. Yo al principio me puse del color de mi camisa. Pero después, halagada y envalentonada por mi levante, decidí hacer algo completamente insólito. Creo que aproveché porque ese día había tocado educación física y tenía el mono: nada de braga que me impidiera ejecutar mi plan. Preparando el terreno dije como por casualidad:
- Hace demasiado calor.
Y me quité la camisa. La camisita roja talla 6, terminó en una de mis manitas manchadas de plastilina. Claro, no fue un striptease completo. Debajo de la camisa tenía una camiseta rosada. Pero eso fue suficiente: la cara de Kelvin fue un verdadero poema de ojos y boca abiertos y respiración entrecortada. Me miró como si yo fuera el último juego de Nintendo que había salido al mercado. El robot más sofisticado. El carrito más caro de la tienda. Yo, la niña deseada, estaba allí sin camisa. Era demasiado.
No sé porque la profesora no me dijo nada. El punto es que yo misma decidí colocarme la camisa al rato de haber ejecutado mi acto de exhibicionismo. Pero como todo acto arriesgado, este tuvo sus consecuencias. Dos minutos después de ponerme la camisa, Kelvin logró superar su asombro y sin más ni más, me zampó un beso en el cachete. La niñita que estaba a mi lado soltó el típico “eeeesooo” y yo hice que me puse brava. Y me puse brava un poquito, porque Kelvin no me gustaba para nada. Pero por otra parte yo, con mi cabello cortico, mi flequillo demasiado largo y flaquísima como era, me había atrevido a ser una niña sexy. Y ya no sólo le gustaba al niño-gargola: con mis artimañas, logré conquistarlo definitivamente.
Joanna Ruiz Méndez
1 comentario:
Hola Joanna: La expresión "Niño gárgola" me dio un poco de risa... Es la forma como le digo a un amigo muy querido por mí. Es que de verdad el tipo tiene una suerte de corazón de piedra, como las gárgolas. Un abrazo
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