"Otro
tomó dos sonidos muy fuertes
y produjo con ellos
un silencio".
El milésimo segundo cuento de Scheherazade de Edgar Allan Poe
domingo, marzo 29, 2009
sábado, marzo 28, 2009
Los retos de escribir
- La hoja en blanco
- El comienzo
- El desarrollo
- El final
- La tentación del panfleto
- Luchar contra la cursilería
- Ceder a la comodidad del lugar común
- Sortear los trucos de la nostalgia
- La neutralidad como postura
- Atrapar al lector hasta el final
- El abandono de las musas
- Adoptar un estilo
- Pelear contra las fallas de ese estilo
- No copiar el estilo de otros
- O hacerlo pero no de forma evidente
- Aportar algo de originalidad
- O creerse demasiado original
- Olvidar/Recordar que se ha escrito sobre todo
- Pelear con las palabras
- Y hacer las paces con ellas
- No caer destrozado ante la propia crítica
- Y menos ante la ajena
- La trampa de la predestinación
- Esquivar la arrogancia
- La reiteración sin propósito
- El cansancio
- El aburrimiento
- Y la emoción repentina
- Apagar el modo Querido Diario
- Evitar los excesos
- O aferrarse a ellos
- Pensar en el best-seller
- Emular a los escritores malditos
- La constancia como principio
- Las ideas sueltas en la cabeza
- No tener ideas y tratar de tenerlas
- Querer escribir y no poder hacerlo
- La necesidad de contar una historia
- Y no saber exactamente cómo
- Ni cual
Joanna Ruiz Méndez
- El comienzo
- El desarrollo
- El final
- La tentación del panfleto
- Luchar contra la cursilería
- Ceder a la comodidad del lugar común
- Sortear los trucos de la nostalgia
- La neutralidad como postura
- Atrapar al lector hasta el final
- El abandono de las musas
- Adoptar un estilo
- Pelear contra las fallas de ese estilo
- No copiar el estilo de otros
- O hacerlo pero no de forma evidente
- Aportar algo de originalidad
- O creerse demasiado original
- Olvidar/Recordar que se ha escrito sobre todo
- Pelear con las palabras
- Y hacer las paces con ellas
- No caer destrozado ante la propia crítica
- Y menos ante la ajena
- La trampa de la predestinación
- Esquivar la arrogancia
- La reiteración sin propósito
- El cansancio
- El aburrimiento
- Y la emoción repentina
- Apagar el modo Querido Diario
- Evitar los excesos
- O aferrarse a ellos
- Pensar en el best-seller
- Emular a los escritores malditos
- La constancia como principio
- Las ideas sueltas en la cabeza
- No tener ideas y tratar de tenerlas
- Querer escribir y no poder hacerlo
- La necesidad de contar una historia
- Y no saber exactamente cómo
- Ni cual
Joanna Ruiz Méndez
martes, marzo 10, 2009
Reflexiones en un taxi
“Buenas noches señor. Me lleva para. ¿Cuánto es? Está bien”.
Ya no puedo decirle que me parece demasiado caro. Estoy montada aquí, en el taxi del señor y prácticamente, siento que mi vida depende de él. De que sea bueno, de que me lleve a mi destino. Por eso si peleo, peleo antes de montarme. Nunca cuando ya lo he hecho. Como diría CAP, sería un autosuicidio. AUTO-SUICIDIO. Literalmente.
Este hombre no habla. Pone música suave, casi imperceptible. Es un señor de unos 50 años, es bastante gordo y tiene un bigote finito. Es el contraste, no el equilibrio, lo que me llama la atención. Pero claro, sólo me fijo en eso para apartar esta molestia. Esta sensación que me entra cada vez que salgo de noche. Me entra un miedo que se me agazapa en el estómago en un punto que se conecta directamente con los lagrimales. Me entran unas ganas de llorar demasiado horribles pues. Y me da rabia. Si se supone que voy a rumbear, a disfrutar en grande, a bailar, a ver amigos y me reiré muchísimo en el futuro ¿por qué me siento así ahora? Claro, el futuro nada tiene que ver con este presente melancólico y feo. Pero igual. Me da rabia y tristeza y ganas de llorar. Por eso analizo al taxista gordito, que sigue en silencio y probablemente no se imagina lo que yo, también en silencio, pienso en este momento.
Tal vez tiene que ver la ciudad. La ciudad hostil, de día y de noche, que esconde unos secretos horribles. Yo sé que Yordano se enamoró en una noche como esta, de la noche en esta ciudad, de la luna y las estrellas que se ven en la noche de esta ciudad. Pero a mi me da miedo esta noche, que promete más desgracias que bendiciones. Yo sé que igual de peligroso es el día, pero todo da más miedo cuando se esconde el sol. Es el miedo infantil a la oscuridad, a saberse solo entre las sombras, al monstruo que se esconde debajo de la cama y que al parecer sólo nosotros podemos ver.
Pero claro, también me da miedo agarrar taxi, así sea de línea. Porque todas las mujeres en esta ciudad nos montamos en un taxi con miedo, por la idea de que nos pueden violar. Que ese señor que está en el volante, es un pervertido. Que los seguros de la puerta se cerrarán para siempre y no podremos salir de ese carro por más que queramos. Siempre nos imaginamos en las páginas de sucesos cuando nos montamos en un taxi, aunque sea un pensamiento fugaz. O a lo mejor, es una paranoia mía que aplico al colectivo. A lo mejor yo soy la miedosa. La que no deja de ver los seguros, al señor, las posibles salidas. Esto es peor que una película de terror. Es peor que Chucky, que una poseída malhumorada, que un vampiro hambriento. Este miedo es peor, porque no me protege una pantalla. Esto es la vida real, aquí si salpica la sangre. Y de que forma.
Sí, creo que es la vida en esta ciudad. En esta ciudad que se ha convertido en un matrimonio demasiado largo y demasiado malo. Esta ciudad a la que estoy a punto de pedirle el divorcio. No puedo vivir con esta inseguridad, con este miedo. No puedo dejarle todo el trabajo a la bendición que me echa mi mamá cada vez que salgo de la casa. No quiero esta opresión en el pecho cuando decido salir de mi casa en la noche. No quiero sentir que en el futuro me espere un “¿por qué saliste? Tú sabes lo peligroso que está todo. Estabas tan bien en la casa y…” Que me lo puede decir alguien o me lo puedo decir yo misma. Es este toque de queda decretado por el instinto de supervivencia, tan real como esta vida y como esta ciudad y como mi miedo. Y como mis ganas de llorar.
Ya estoy llegando. Un par de veces me asusté porque el señor se puso creativo con la ruta. Esa es otra. Si los taxistas se van por los caminos verdes, parece una señal definitiva del triste destino que nos espera. Pero no, el señor se metió por calles solitarias pero ya llegó a donde está la movida nocturna, el bululú, la gente. La gente. La chama que apenas se viste para que todos la miren, el pana que se echa cualquier cantidad de gelatina para mantener en su sitio un peinado imposible, el perrocalentero que a esa hora recibe más clientes que en el resto del día y hace su agosto con su legión de panes, salsas y salchichas. El señor me dice que si me deja en tal esquina. Le digo que sí. Y con mi pensamiento le digo, gracias por no ser un pervertido señor, gracias por traerme sana y salva a mi destino, gracias ahora por desearme que me vaya bien. Gracias.
“Aquí tiene señor. Gracias por todo. Buenas noches”.
Joanna Ruiz Méndez
Ya no puedo decirle que me parece demasiado caro. Estoy montada aquí, en el taxi del señor y prácticamente, siento que mi vida depende de él. De que sea bueno, de que me lleve a mi destino. Por eso si peleo, peleo antes de montarme. Nunca cuando ya lo he hecho. Como diría CAP, sería un autosuicidio. AUTO-SUICIDIO. Literalmente.
Este hombre no habla. Pone música suave, casi imperceptible. Es un señor de unos 50 años, es bastante gordo y tiene un bigote finito. Es el contraste, no el equilibrio, lo que me llama la atención. Pero claro, sólo me fijo en eso para apartar esta molestia. Esta sensación que me entra cada vez que salgo de noche. Me entra un miedo que se me agazapa en el estómago en un punto que se conecta directamente con los lagrimales. Me entran unas ganas de llorar demasiado horribles pues. Y me da rabia. Si se supone que voy a rumbear, a disfrutar en grande, a bailar, a ver amigos y me reiré muchísimo en el futuro ¿por qué me siento así ahora? Claro, el futuro nada tiene que ver con este presente melancólico y feo. Pero igual. Me da rabia y tristeza y ganas de llorar. Por eso analizo al taxista gordito, que sigue en silencio y probablemente no se imagina lo que yo, también en silencio, pienso en este momento.
Tal vez tiene que ver la ciudad. La ciudad hostil, de día y de noche, que esconde unos secretos horribles. Yo sé que Yordano se enamoró en una noche como esta, de la noche en esta ciudad, de la luna y las estrellas que se ven en la noche de esta ciudad. Pero a mi me da miedo esta noche, que promete más desgracias que bendiciones. Yo sé que igual de peligroso es el día, pero todo da más miedo cuando se esconde el sol. Es el miedo infantil a la oscuridad, a saberse solo entre las sombras, al monstruo que se esconde debajo de la cama y que al parecer sólo nosotros podemos ver.
Pero claro, también me da miedo agarrar taxi, así sea de línea. Porque todas las mujeres en esta ciudad nos montamos en un taxi con miedo, por la idea de que nos pueden violar. Que ese señor que está en el volante, es un pervertido. Que los seguros de la puerta se cerrarán para siempre y no podremos salir de ese carro por más que queramos. Siempre nos imaginamos en las páginas de sucesos cuando nos montamos en un taxi, aunque sea un pensamiento fugaz. O a lo mejor, es una paranoia mía que aplico al colectivo. A lo mejor yo soy la miedosa. La que no deja de ver los seguros, al señor, las posibles salidas. Esto es peor que una película de terror. Es peor que Chucky, que una poseída malhumorada, que un vampiro hambriento. Este miedo es peor, porque no me protege una pantalla. Esto es la vida real, aquí si salpica la sangre. Y de que forma.
Sí, creo que es la vida en esta ciudad. En esta ciudad que se ha convertido en un matrimonio demasiado largo y demasiado malo. Esta ciudad a la que estoy a punto de pedirle el divorcio. No puedo vivir con esta inseguridad, con este miedo. No puedo dejarle todo el trabajo a la bendición que me echa mi mamá cada vez que salgo de la casa. No quiero esta opresión en el pecho cuando decido salir de mi casa en la noche. No quiero sentir que en el futuro me espere un “¿por qué saliste? Tú sabes lo peligroso que está todo. Estabas tan bien en la casa y…” Que me lo puede decir alguien o me lo puedo decir yo misma. Es este toque de queda decretado por el instinto de supervivencia, tan real como esta vida y como esta ciudad y como mi miedo. Y como mis ganas de llorar.
Ya estoy llegando. Un par de veces me asusté porque el señor se puso creativo con la ruta. Esa es otra. Si los taxistas se van por los caminos verdes, parece una señal definitiva del triste destino que nos espera. Pero no, el señor se metió por calles solitarias pero ya llegó a donde está la movida nocturna, el bululú, la gente. La gente. La chama que apenas se viste para que todos la miren, el pana que se echa cualquier cantidad de gelatina para mantener en su sitio un peinado imposible, el perrocalentero que a esa hora recibe más clientes que en el resto del día y hace su agosto con su legión de panes, salsas y salchichas. El señor me dice que si me deja en tal esquina. Le digo que sí. Y con mi pensamiento le digo, gracias por no ser un pervertido señor, gracias por traerme sana y salva a mi destino, gracias ahora por desearme que me vaya bien. Gracias.
“Aquí tiene señor. Gracias por todo. Buenas noches”.
Joanna Ruiz Méndez
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martes, marzo 03, 2009
El Viaje de la Venezolanidad (I)
Me encantó esta primera parte de la crónica de Manu, por eso hoy le cedo el espacio para que ustedes también la disfruten. Y pendientes, porque ya vienen las demás entregas de este viaje de la venezolanidad que mi amigo narra tan bien.
Pocas cosas son más venezolanas que el hecho de hacer trampa, así sea una sola vez en la vida. Colearse en algún sitio, comprar una cosa y venderla más cara, quitarle algo a alguien que lo necesite más; son tentaciones que seducen hasta al más correcto de todos los que habitan en esta tierra tropical.
Fue así como, en un impulso de esa viveza criolla que nos caracteriza y no nos deja progresar como país, decidí vender mi dignidad por cuatro palos ó 4 mil bolívares fuertes -como le dicen ahora- y coloqué en manos de otros mi cupo de dólares para viajes que por ley, me otorga CADIVI, gracias al monstruo del control de cambio.
Accedí sin más ni más, sin saber el entramado de procesos que se daban tras la promesa de un fin de semana en Curaçao, con todos los gastos pagos y en hotel de lujo. “Tú decides qué fin de semana quieres irte, luego me das 3 copias de tu cédula y tu pasaporte y el resto es un pajazo”. Esas fueron las célebres palabras que me empujaron a dar el sí.
Saqué las copias sin pensarlo mucho y me reuní con el gestor de mi viaje. Cuando estuve frente a él fue que me vinieron 500 preguntas a la cabeza que me hicieron entender la gran red de corrupción que se escondía detrás de esos cuatro melones y un viajecito gratis a las Antillas Holandesas.
Como si se tratase del crimen perfecto, Alfredo, mi gestor, me explicó el asunto. Ellos tramitaban la aprobación del cupo a través de la expedición de un boleto ficticio, según el cual yo estaría un mes en Curaçao. Luego de eso, reunían los recaudos y los entregaban en el banco, donde, gracias a un contacto, el cupo estaría aprobado en sólo 2 días.
Finalizado ese procedimiento, venía el viaje, en el que, en llegando, tenía que entregarle mi tarjeta y mi pasaporte a la prima de Alfredo, que era la que pasaba las tarjetas. Cuando ya estuviese finalizada la transacción, mis 4 millones estarían depositados en una cuenta de ahorros y la operación sería un éxito.
Después de escuchar aquella barbarie de ilegalidades, trampas y chanchullos, me sentí como un criminal, como si fuera la primera persona que estafaba al fisco, pero luego recordé la cantidad de dinero que han aprovechado los boliburgueses gracias a la revolución, y mis 4 millones se volvieron chiquitiiiiicos, como diría el mismísimo comandante. Acepté.
Manuel Quilarque
Pocas cosas son más venezolanas que el hecho de hacer trampa, así sea una sola vez en la vida. Colearse en algún sitio, comprar una cosa y venderla más cara, quitarle algo a alguien que lo necesite más; son tentaciones que seducen hasta al más correcto de todos los que habitan en esta tierra tropical.
Fue así como, en un impulso de esa viveza criolla que nos caracteriza y no nos deja progresar como país, decidí vender mi dignidad por cuatro palos ó 4 mil bolívares fuertes -como le dicen ahora- y coloqué en manos de otros mi cupo de dólares para viajes que por ley, me otorga CADIVI, gracias al monstruo del control de cambio.
Accedí sin más ni más, sin saber el entramado de procesos que se daban tras la promesa de un fin de semana en Curaçao, con todos los gastos pagos y en hotel de lujo. “Tú decides qué fin de semana quieres irte, luego me das 3 copias de tu cédula y tu pasaporte y el resto es un pajazo”. Esas fueron las célebres palabras que me empujaron a dar el sí.
Saqué las copias sin pensarlo mucho y me reuní con el gestor de mi viaje. Cuando estuve frente a él fue que me vinieron 500 preguntas a la cabeza que me hicieron entender la gran red de corrupción que se escondía detrás de esos cuatro melones y un viajecito gratis a las Antillas Holandesas.
Como si se tratase del crimen perfecto, Alfredo, mi gestor, me explicó el asunto. Ellos tramitaban la aprobación del cupo a través de la expedición de un boleto ficticio, según el cual yo estaría un mes en Curaçao. Luego de eso, reunían los recaudos y los entregaban en el banco, donde, gracias a un contacto, el cupo estaría aprobado en sólo 2 días.
Finalizado ese procedimiento, venía el viaje, en el que, en llegando, tenía que entregarle mi tarjeta y mi pasaporte a la prima de Alfredo, que era la que pasaba las tarjetas. Cuando ya estuviese finalizada la transacción, mis 4 millones estarían depositados en una cuenta de ahorros y la operación sería un éxito.
Después de escuchar aquella barbarie de ilegalidades, trampas y chanchullos, me sentí como un criminal, como si fuera la primera persona que estafaba al fisco, pero luego recordé la cantidad de dinero que han aprovechado los boliburgueses gracias a la revolución, y mis 4 millones se volvieron chiquitiiiiicos, como diría el mismísimo comandante. Acepté.
Manuel Quilarque
domingo, marzo 01, 2009
Fragmento
“… que son pensamientos-lugares a donde todos hemos ido de niños, algo así como Nunca Jamás. Pero me retiene, siempre me retiene, la lógica irrebatible. La certeza del dos-mas-dos-son-cuatro. La universalidad de la gravedad que me mantiene atada al suelo que piso. La fascinante complejidad de los laberintos. Por eso termino acusando a las flores de desordenadas, a las estrellas de farsantes, a lo abstracto de fallido. No es mi culpa, pero igual me quedo a medio camino entre la razón de un verso y la inspiración de un cuadrado. Una misteriosa dualidad, de origen desconocido, que sin embargo…”
Joanna Ruiz Méndez
Joanna Ruiz Méndez
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