No logró precisar donde quedaba. Siempre he sido muy mala para las direcciones. Sólo sé que fue un camino que recorrí en mi infancia, montañoso y selvático, húmedo y caluroso, fugaz en la realidad e infinito en mi memoria.
Tampoco logro precisar cuando lo recorrí. Sólo sé que fue en la época en que mi hermano decía: “las montañas son olas petrificadas por Dios”. Y yo temblaba, porque me aterraba la idea de que esas olas recuperaran su antigua movilidad y nos envolvieran por completo. Le tenía terror a esas olas de tierra.
No puedo precisar tampoco en que momento la montaña se convertía en selva. Sólo sé que de un momento a otro me veía envuelta en un manto-túnel verde y oscuro que era tan imponente como acogedor. En esos árboles gigantes de mi selva imaginaria, que no le daban paso al sol, convivían frutas brillantes, flores exóticas e insectos venenosos en perfecta armonía. Era un espacio prodigioso y sospechosamente solitario. No pasaban carros, no había caminantes errantes al lado del camino. Ese paisaje, que sólo existía en la medida en que uno avanzaba, no podía o no quería ser compartido.
No sé si mi camino montañoso y selvático sólo existió en mi delirio infantil. En cada viaje que emprendo quiero buscar los rastros de ese trayecto mágico, pero no logro conseguirlo. Sólo a veces, muy pocas veces, siento que veo olas de tierra seguidas de selvas oscuras y solitarias. Y casi estoy convencida de haber regresado a mi ruta perdida, a su clima húmedo y caluroso, a su soledad misteriosa. A mi camino de infancia, fugaz en la realidad y eterno en mi memoria.
Joanna Ruiz Méndez
Tampoco logro precisar cuando lo recorrí. Sólo sé que fue en la época en que mi hermano decía: “las montañas son olas petrificadas por Dios”. Y yo temblaba, porque me aterraba la idea de que esas olas recuperaran su antigua movilidad y nos envolvieran por completo. Le tenía terror a esas olas de tierra.
No puedo precisar tampoco en que momento la montaña se convertía en selva. Sólo sé que de un momento a otro me veía envuelta en un manto-túnel verde y oscuro que era tan imponente como acogedor. En esos árboles gigantes de mi selva imaginaria, que no le daban paso al sol, convivían frutas brillantes, flores exóticas e insectos venenosos en perfecta armonía. Era un espacio prodigioso y sospechosamente solitario. No pasaban carros, no había caminantes errantes al lado del camino. Ese paisaje, que sólo existía en la medida en que uno avanzaba, no podía o no quería ser compartido.
No sé si mi camino montañoso y selvático sólo existió en mi delirio infantil. En cada viaje que emprendo quiero buscar los rastros de ese trayecto mágico, pero no logro conseguirlo. Sólo a veces, muy pocas veces, siento que veo olas de tierra seguidas de selvas oscuras y solitarias. Y casi estoy convencida de haber regresado a mi ruta perdida, a su clima húmedo y caluroso, a su soledad misteriosa. A mi camino de infancia, fugaz en la realidad y eterno en mi memoria.
Joanna Ruiz Méndez