Glaciar Serrano |
4 de enero de 2018. Excursión a los glaciares
Balmaceda y Serrano.
La embarcación
era cómoda y cálida. Nos sirvieron cafecito. Si mirábamos por la ventana,
veíamos montañas cubiertas de nieve y la tranquilidad del agua del canal
Señoret, por donde estábamos pasando. Atrás había quedado el episodio de los
vómitos gracias a una pastilla y a una buena noche de descanso. Joselyn se
sentía bien y yo también. Las sillas eran tan cómodas que hubo un momento en el
que, a pesar de estar rodeadas por un paisaje de ensueño, nos quedamos
profundamente dormidas.
Nos
despertamos media hora después porque habíamos llegado al primer punto de
interés: el glaciar Balmaceda. Había que observarlo desde la cubierta y tocaba
agarrarse muy bien cuando uno salía porque el viento patagónico le quita el
equilibrio hasta al mejor plantado. Nos contaron que hace varios años el
glaciar era más grande pero que poco a poco se ha ido reduciendo, un signo
inequívoco de que el calentamiento global también ha dejado su huella en la
Patagonia.
Glaciar Balmaceda |
Luego
llegamos a Puerto Toro y allí sí desembarcamos. Nos tocaba caminar por un
sendero natural al lado del lago Serrano para poder ver el glaciar homónimo. El
paseo fue muy agradable: el viento corría pero esta vez sin violencia, el aire
que respirábamos era increíblemente puro y la belleza del lago que se deslizaba
entre las piedras, llevando a su paso trocitos del hielo del glaciar que
tintineaban suavemente, nos acompañó todo el camino.
Cuando
llegamos al glaciar Serrano, nos quedamos calladas. Es de un azul impresionante
que no sabría definir porque no se compara con nada. Ni azul mar ni azul cielo:
es un azul glaciar que con tan solo verlo te transmite la frialdad y la pureza
de ese gigante de hielo.
Joselyn y yo
nos tomamos muchas fotos. Demasiadas, quizás. En un momento, sin embargo, una
vocecita interior me llamó la atención. No sé qué fue, pero apagué la cámara y
guardé el celular. Me alejé un poco. Me quedé sola y me dediqué a contemplar el
paisaje. Sin ruidos, sin lentes y sin vanidad de por medio. Éramos la Patagonia
y yo. Aunque siempre me gusta racionalizar mi entorno, sabía que sería una
pérdida de tiempo tratar de encajar este momento y ese lugar en algún
pensamiento lógico. Decidí dejar que mis sentidos sucumbieran complacidos ante
ese derroche exuberante de belleza y de naturaleza. Me dediqué a sentir.
Y, sobre
todo, me dediqué a escuchar. El tintineo
de hielitos que se habían desprendido del glaciar y chocaban entre sí. La dulce
y casi imperceptible explosión que hacían las ondas de agua al morir en las
orillas. El pequeño y suave rugido del viento. El estruendo de una pequeña
avalancha en lo alto de la montaña. Mi propio corazón. Mi mente que en ese momento solo pensaba:
“Dios existe”.
Me dieron
ganas de llorar. No es fácil asumir que el mundo puede ser así de bonito. No
cualquiera puede aceptar que su vida está hecha un desastre y que a la vez es
tan privilegiado de vivir un momento como ese. Es difícil asimilar la rara
belleza que hay en los contrastes.
Joselyn se
acercó. Ella había tenido su propio espacio para dedicarse al silencio y a la
contemplación. Ambas nos sentíamos en ese momento increíblemente afortunadas: el fin del mundo nos había sosegado el alma y había transformado nuestra angustia en algo muy parecido a la paz. Finalmente emprendimos el camino de regreso a la embarcación por el mismo sendero que nos
había traído a este lugar. Era un camino estrecho, así que una iba adelante y la otra
atrás. Lo importante es que íbamos con el alma ligera y el corazón feliz. Y, más importante aún, íbamos juntas. Como siempre.
Joanna Ruiz Méndez