miércoles, julio 11, 2018

Con mi hermana hasta el fin del mundo (y III)

Glaciar Serrano

4 de enero de 2018. Excursión a los glaciares Balmaceda y Serrano.
La embarcación era cómoda y cálida. Nos sirvieron cafecito. Si mirábamos por la ventana, veíamos montañas cubiertas de nieve y la tranquilidad del agua del canal Señoret, por donde estábamos pasando. Atrás había quedado el episodio de los vómitos gracias a una pastilla y a una buena noche de descanso. Joselyn se sentía bien y yo también. Las sillas eran tan cómodas que hubo un momento en el que, a pesar de estar rodeadas por un paisaje de ensueño, nos quedamos profundamente dormidas.
Nos despertamos media hora después porque habíamos llegado al primer punto de interés: el glaciar Balmaceda. Había que observarlo desde la cubierta y tocaba agarrarse muy bien cuando uno salía porque el viento patagónico le quita el equilibrio hasta al mejor plantado. Nos contaron que hace varios años el glaciar era más grande pero que poco a poco se ha ido reduciendo, un signo inequívoco de que el calentamiento global también ha dejado su huella en la Patagonia. 

Glaciar Balmaceda
Luego llegamos a Puerto Toro y allí sí desembarcamos. Nos tocaba caminar por un sendero natural al lado del lago Serrano para poder ver el glaciar homónimo. El paseo fue muy agradable: el viento corría pero esta vez sin violencia, el aire que respirábamos era increíblemente puro y la belleza del lago que se deslizaba entre las piedras, llevando a su paso trocitos del hielo del glaciar que tintineaban suavemente, nos acompañó todo el camino.
Cuando llegamos al glaciar Serrano, nos quedamos calladas. Es de un azul impresionante que no sabría definir porque no se compara con nada. Ni azul mar ni azul cielo: es un azul glaciar que con tan solo verlo te transmite la frialdad y la pureza de ese gigante de hielo.
Joselyn y yo nos tomamos muchas fotos. Demasiadas, quizás. En un momento, sin embargo, una vocecita interior me llamó la atención. No sé qué fue, pero apagué la cámara y guardé el celular. Me alejé un poco. Me quedé sola y me dediqué a contemplar el paisaje. Sin ruidos, sin lentes y sin vanidad de por medio. Éramos la Patagonia y yo. Aunque siempre me gusta racionalizar mi entorno, sabía que sería una pérdida de tiempo tratar de encajar este momento y ese lugar en algún pensamiento lógico. Decidí dejar que mis sentidos sucumbieran complacidos ante ese derroche exuberante de belleza y de naturaleza. Me dediqué a sentir.
Y, sobre todo, me dediqué a escuchar.  El tintineo de hielitos que se habían desprendido del glaciar y chocaban entre sí. La dulce y casi imperceptible explosión que hacían las ondas de agua al morir en las orillas. El pequeño y suave rugido del viento. El estruendo de una pequeña avalancha en lo alto de la montaña. Mi propio corazón.  Mi mente que en ese momento solo pensaba: “Dios existe”.
Me dieron ganas de llorar. No es fácil asumir que el mundo puede ser así de bonito. No cualquiera puede aceptar que su vida está hecha un desastre y que a la vez es tan privilegiado de vivir un momento como ese. Es difícil asimilar la rara belleza que hay en los contrastes.


Joselyn se acercó. Ella había tenido su propio espacio para dedicarse al silencio y a la contemplación. Ambas nos sentíamos en ese momento increíblemente afortunadas: el fin del mundo nos había sosegado el alma y había transformado nuestra angustia en algo muy parecido a la paz. Finalmente emprendimos el camino de regreso a la embarcación por el mismo sendero que nos había traído a este lugar. Era un camino estrecho, así que una iba adelante y la otra atrás. Lo importante es que íbamos con el alma ligera y el corazón feliz. Y, más importante aún, íbamos juntas. Como siempre.

Joanna Ruiz Méndez

Con mi hermana hasta el fin del mundo (II)



3 de enero de 2018. Puerto Natales - Torres del Paine.
El hostal en donde nos quedamos en Puerto Natales era sencillo pero acogedor. Nos proporcionó todo lo que necesitábamos: una ducha, dos buenas camas y café gratis. Tenía espacios comunes en los que, de haber tenido más tiempo, hubiéramos compartido con turistas de diversas nacionalidades. En el poco tiempo que tuvimos de interactuar, hablamos con dos personas: una muchacha china muy simpática que viajaba con sus papás y también con el dueño del hostal, un chileno socialista que, después de haberle dejado clara mi poca simpatía por la izquierda, disfrutaba llamándome “camarada” cada vez que me veía. 
Fue allí en ese hostal donde nos recogieron para comenzar el tour que nos llevaría al Parque Nacional Torres del Paine, conocido como la octava maravilla del mundo por alguna votación importante que alguna vez hicieron por internet y el lugar que nos había motivado a conocer la Patagonia chilena después de haber visto algunas fotos en Google.
Nuestro guía era un muchacho serio y amable que, de no haber tenido un bigotito ridículo conformado por tres pelos, hubiera resultado atractivo. Cuando emprendimos nuestro camino hacia el Parque, empezó a explicarnos sobre la vegetación de la zona, el clima y otros detalles interesantes que yo escuchaba con atención pero que Joselyn apenas entendía. Casi desde el mismo momento en que comenzó el paseo, me anunció que se sentía mareada. Al rato, me pidió que le dijera al muchacho que paráramos porque tenía que vomitar.
Cuando vomitó la primera vez, ambas nos ilusionamos pensando que ya se sentiría mejor, pero la verdad es que no paró de vomitar el resto del paseo. En ningún momento pudo recuperarse del todo y sólo disfrutó el recorrido porque es realmente indetenible cuando se trata de pasear y de viajar. Otras personas se hubieran acostado al final de la van a esperar la muerte, pero Joselyn mantenía los ojos abiertos cuando el mareo se lo permitía, se reía en los breves momentos de mejora y soportaba de manera estoica cada recaída. Además, aprendió a coordinar el vómito con las paradas que hacíamos en los puntos estratégicos, por lo que el recorrido se pudo hacer sin mayores contratiempos. El parque nacional Torres del Paine quedará en mi memoria como ese territorio espléndido de vegetación cambiante y agreste, lagos soberbios, macizos impresionantes -que le dan el nombre al lugar- y paisajes de postal en el que Joselyn rompió el récord de vómitos en un día.

Los paisajes del Parque Nacional Torres del Paine
se enganchan en la retina y en el alma

Algo que tampoco se me olvidará es la caminata hasta el mirador del Glaciar Grey. Aunque el guía le recomendó expresamente a Joselyn que no la realizara, ella puso su mejor cara -que para ese momento estaba como amarilla- y le dijo:
-        -  Yo puedo hacerlo.
La caminata incluía atravesar un puente colgante sobre el río Pingo que el viento batuqueaba sin piedad. Por allí pasamos y luego recorrimos toda la playa al lado del lago Grey, caminata que se dificultaba porque el viento cada vez corría con más fuerza y literalmente te empujaba hacia un lado. Después, otra caminata de alrededor veinte minutos por un sendero escarpado te llevaba finalmente al mirador, desde donde se podía observar el famoso glaciar Grey.  Hasta allí llegamos relativamente ilesas, nos tomamos las fotos de rigor y emprendimos el camino de regreso.

Lago y glaciar Grey

Cuando volvimos a la playa, el viento era aún más potente y no nos permitía respirar bien porque entraba a chorros por nuestra nariz y de ahí derecho pasaba con fuerza a los pulmones. Como íbamos en contra de su dirección, lo que antes eran empujones se volvió una pared de aire que no nos dejaba casi avanzar. Además, comenzó a caer una lluvia en la que las gotas se sentían como dardos que nos golpeaban la cara. No recuerdo si también alcanzó a granizar. 
Joselyn ya estaba pálida otra vez pero no dejaba de caminar. La agarré fuerte por un brazo y comencé a contar nuestros pasos en voz alta para agarrar un ritmo que nos permitiera avanzar, pero pronto me callé: el aire no me dejaba hablar. Me empecé a sentir débil pero sabía que no podía parar porque ella dependía de mí. Ella, por su parte, sabía que no podía darse el lujo de desmayarse en esas circunstancias porque se nos hubiera arruinado todo el paseo. Cada una con su motivación se inspiró a continuar y, tomadas del brazo, logramos hacer todo el camino de regreso hasta el autobús.
Con Joselyn hemos pasados por muchas situaciones, felices y agridulces. Para mí, sin embargo, nada revela mejor nuestra hermandad que esa escena de nosotras caminando de frente contra el viento, extenuadas, tomadas del brazo y dándonos ánimo mutuamente. Si algo nos convencía de que llegaríamos hasta el final era una sola razón: estábamos juntas.

Joanna Ruiz Méndez

lunes, julio 09, 2018

Con mi hermana hasta el fin del mundo (I)



2 de enero de 2018. Punta Arenas.

Joselyn y yo comenzamos el viaje el primero de enero. Llegar a Punta Arenas desde Bogotá nos tomó dos aviones y casi 8 horas de vuelo. Ni ella ni yo habíamos dormido, salvo que se considere sueño a ese retozo incansable que uno establece en los asientos de los aviones. La energía y la buena actitud, sin embargo, volaron con nosotras. Ese viaje al fin del mundo era nuestra forma de rebelarnos ante la vida cotidiana agridulce, la frustración y el desempleo, así que apostamos por ignorar el cansancio y la necesidad de darnos un buen duchazo. Estábamos genuinamente felices.
Apenas salimos del aeropuerto, el frío nos sacudió. Aún en pleno verano, Punta Arenas es una ciudad helada y ventosa cuyo clima contrasta con la extrema calidez de sus habitantes. Nos sorprendió un poco ver que todo el mundo nos atendía y hablaba con el cariño que uno le destina a viejos conocidos. Nos preguntaban con interés por Colombia cuando sabían que veníamos de Bogotá y aún con más interés sobre Venezuela cuando se enteraban que éramos caraqueñas.  Una señora que nos vendió unas empanadas deliciosas hasta nos contó con detalles y una emoción evidente que pronto conocería Cartagena.
Nuestra conexión más profunda en Punta Arenas, sin embargo, no fue con una persona. Cuando nos detuvimos en la Costanera a fotografiar a los cormoranes que estaban posados sobre un muelle, un perro se nos acercó y se sentó a nuestro lado. Lo saludamos -porque es de mala educación no saludar a un perro que se acerca a uno- y seguimos tomando fotos.
Yo dediqué varios minutos a obtener una buena imagen de esas aves que, a lo lejos, parecen pingüinos: el perrito siguió allí. Cuando decidimos emprender la caminata por la Costanera, un plan obligado para los que visitan Punta Arenas, él se fue con nosotras.
Si parábamos, él paraba. Cuando emprendíamos nuevamente la marcha, él trotaba a nuestro lado. Un par de veces se entretuvo con otros turistas y entonces nos tocaba llamarlo para que no se quedara atrás:
-          ¡Crusoe, tenemos que seguir!
Y él, que probablemente no se llamaba Crusoe ni entendía español, apuraba el paso para no quedarse. Un par de veces nos sentimos un poco nerviosas porque había tramos de la Costanera que eran solitarios, pero saber que ese perro enorme y buenazo nos acompañaba nos daba tranquilidad. Recuerdo esa caminata al lado del estrecho de Magallanes y con un perro como compañía como nuestra mejor experiencia en Punta Arenas.
Crusoe, nuestro compañero en la caminata por la Costanera
Cuando decidimos ir hacia el Cementerio Municipal, uno de los principales lugares turísticos de la ciudad, Crusoe se nos perdió. Se puso a jugar con otros perros y, de repente, no lo vimos más. Desapareció. ¡Crusoe, Crusoe! gritamos, pero no respondió a nuestro llamado. Quedarnos sin la compañía del único perro que habíamos sentido como propio en toda nuestra vida, nos generó una tristísima sensación de pérdida.
Ya menos entusiasmadas, nos metimos al cementerio para fotografiar los emblemáticos cipreses que están en la entrada. Creo que también buscamos los seis que habían quemado el día anterior, un acto de vandalismo no muy común en Punta Arenas que tenía indignados a todos los pobladores y que había recibido, por su rareza, la primera plana del diario El Pingüino.

Los cipreses del Cementerio Municipal son su principal atractivo
Al final de la tarde, después de haber fotografiado las casitas multicolores de Punta Arenas, recorrido varias placitas y visitado un museo, decidimos irnos a la estación de buses. Allí teníamos que tomar uno que nos llevaría hasta Puerto Natales, nuestro próximo destino. Cuando el bus comenzó a arrancar, miré con tristeza y un poquito de esperanza por la ventana. Ni rastro de Crusoe.

Joanna Ruiz Méndez