3 de enero de 2018. Puerto Natales - Torres del Paine.
El hostal en
donde nos quedamos en Puerto Natales era sencillo pero acogedor. Nos
proporcionó todo lo que necesitábamos: una ducha, dos buenas camas y café
gratis. Tenía espacios comunes en los que, de haber tenido más tiempo,
hubiéramos compartido con turistas de diversas nacionalidades. En el poco
tiempo que tuvimos de interactuar, hablamos con dos personas: una muchacha
china muy simpática que viajaba con sus papás y también con el dueño del
hostal, un chileno socialista que, después de haberle dejado clara mi poca
simpatía por la izquierda, disfrutaba llamándome “camarada” cada vez que me
veía.
Fue allí en
ese hostal donde nos recogieron para comenzar el tour que nos llevaría al
Parque Nacional Torres del Paine, conocido como la octava maravilla del mundo
por alguna votación importante que alguna vez hicieron por internet y el lugar
que nos había motivado a conocer la Patagonia chilena después de haber visto
algunas fotos en Google.
Nuestro guía
era un muchacho serio y amable que, de no haber tenido un bigotito ridículo
conformado por tres pelos, hubiera resultado atractivo. Cuando emprendimos
nuestro camino hacia el Parque, empezó a explicarnos sobre la vegetación de la
zona, el clima y otros detalles interesantes que yo escuchaba con atención pero
que Joselyn apenas entendía. Casi desde el mismo momento en que comenzó el
paseo, me anunció que se sentía mareada. Al rato, me pidió que le dijera al
muchacho que paráramos porque tenía que vomitar.
Cuando vomitó
la primera vez, ambas nos ilusionamos pensando que ya se sentiría mejor, pero
la verdad es que no paró de vomitar el resto del paseo. En ningún momento pudo
recuperarse del todo y sólo disfrutó el recorrido porque es realmente
indetenible cuando se trata de pasear y de viajar. Otras personas se hubieran
acostado al final de la van a esperar la muerte, pero Joselyn mantenía los ojos
abiertos cuando el mareo se lo permitía, se reía en los breves momentos de
mejora y soportaba de manera estoica cada recaída. Además, aprendió a coordinar
el vómito con las paradas que hacíamos en los puntos estratégicos, por lo que
el recorrido se pudo hacer sin mayores contratiempos. El parque nacional Torres
del Paine quedará en mi memoria como ese territorio espléndido de vegetación
cambiante y agreste, lagos soberbios, macizos impresionantes -que le dan el
nombre al lugar- y paisajes de postal en el que Joselyn rompió el récord de
vómitos en un día.
Los paisajes del Parque Nacional Torres del Paine se enganchan en la retina y en el alma |
Algo que
tampoco se me olvidará es la caminata hasta el mirador del Glaciar Grey. Aunque
el guía le recomendó expresamente a Joselyn que no la realizara, ella puso su
mejor cara -que para ese momento estaba como amarilla- y le dijo:
- - Yo
puedo hacerlo.
La caminata
incluía atravesar un puente colgante sobre el río Pingo que el viento
batuqueaba sin piedad. Por allí pasamos y luego recorrimos toda la playa al
lado del lago Grey, caminata que se dificultaba porque el viento cada vez
corría con más fuerza y literalmente te empujaba hacia un lado. Después, otra
caminata de alrededor veinte minutos por un sendero escarpado te llevaba
finalmente al mirador, desde donde se podía observar el famoso glaciar
Grey. Hasta allí llegamos relativamente
ilesas, nos tomamos las fotos de rigor y emprendimos el camino de regreso.
Lago y glaciar Grey |
Cuando volvimos a la playa, el viento era aún más potente y no nos permitía respirar bien porque entraba a chorros por nuestra nariz y de ahí derecho pasaba con fuerza a los pulmones. Como íbamos en contra de su dirección, lo que antes eran empujones se volvió una pared de aire que no nos dejaba casi avanzar. Además, comenzó a caer una lluvia en la que las gotas se sentían como dardos que nos golpeaban la cara. No recuerdo si también alcanzó a granizar.
Joselyn ya
estaba pálida otra vez pero no dejaba de caminar. La agarré fuerte por un brazo
y comencé a contar nuestros pasos en voz alta para agarrar un ritmo que nos
permitiera avanzar, pero pronto me callé: el aire no me dejaba hablar. Me empecé
a sentir débil pero sabía que no podía parar porque ella dependía de mí. Ella,
por su parte, sabía que no podía darse el lujo de desmayarse en esas
circunstancias porque se nos hubiera arruinado todo el paseo. Cada una con su
motivación se inspiró a continuar y, tomadas del brazo, logramos hacer todo el
camino de regreso hasta el autobús.
Con Joselyn
hemos pasados por muchas situaciones, felices y agridulces. Para mí, sin
embargo, nada revela mejor nuestra hermandad que esa escena de nosotras
caminando de frente contra el viento, extenuadas, tomadas del brazo y dándonos
ánimo mutuamente. Si algo nos convencía de que llegaríamos hasta el final era
una sola razón: estábamos juntas.
Joanna Ruiz Méndez
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