- Cuando era niña, me volvía
detective y afinaba los sentidos para poder descubrir donde estaban escondidos
mis regalos de Navidad. Si los descubría, me arruinaba la sorpresa y la
cambiaba por una ansiedad indescriptible. La razón: no podía esperar para jugar
con ellos. Si no los descubría, los nervios me consumían pensando qué contenían
esas cajas al pie del arbolito que estaban a mi nombre y las cuáles ya no
podían ser profanadas. Juro que la última hora del 24 de diciembre pasaba con
la lentitud de un siglo y yo no podía entender cómo se las arreglaba el tiempo para
ser tan elástico y estirarse hasta el infinito. A las 12:00 am., hora oficial
de apertura de regalos, mi corazón estallaba de felicidad y ya no me importaba
lo que hubiera recibido: el misterio de los regalos igual estaba resuelto.
- La gaita zuliana siempre ha sido
una parte fundamental de mis diciembres y el Zulia forma parte de mi geografía sentimental, aunque nunca he
puesto un pie allí. Sin embargo, los gaiteros me han contado de Maracaibo, de
la fiesta de la Chinita, de la emoción que sienten al cruzar el puente. Y lo
han hecho de una forma tan efectiva, que parte de mi corazón se encuentra en ese estado durante la Navidad. Espero algún día visitar el Zulia para acercarme a una
realidad que, hasta la fecha, solo conozco en forma de canción.
- Mi paladar se prepara ansioso
para recibir la gastronomía deliciosa, variada y típica de la Navidad venezolana.
Como ya he comentado, soy una flaca feliz que come sin pudor y sin
arrepentimiento, y en diciembre recibo gustosa toda la comida que pueda porque
sé que pasaré once meses añorándola. Porque así pasa: una vez que diciembre
termina y enero emerge implacable en el calendario, mi rutina de comilonas
imposibles y plenas de hallacas, panes de jamón, pernil y ensalada de gallina
se diluye como la niebla en un sueño. Comienza otra rutina, la de verdad, a
ponerme los pies en la tierra y una ensalada enorme en el plato.
- En Navidad siempre recibía, además de otros obsequios, una gran variedad de libros. No sé si me los regalaban porque era
lectora o si me volví lectora porque me los regalaban. Lo que sí puedo precisar
es que esos libros marcaron mis diciembres y también el resto de mi vida. Recuerdo especialmente un libro de cuentos venezolanos para niños: eran
adaptaciones de grandes clásicos como La Cenicienta y Hansel y Gretel, contados
a la manera que lo haría un habitante de nuestro país tropical. Lo más
emocionante es que algunos llegaban a ser tan coloquiales que usaban, para mí
gozo, la palabra “pendejo”. Como es lógico, no me dejaban decir groserías cuando
era niña y el hecho de que una de ellas se escurriera en mis cuentos, burlando
la vigilancia paterna, me hacía sentir feliz. También recuerdo que en Navidad
me regalaron La cabaña del tío Tom, Las Mil y una Noches para niños, un libro
de cuentos para los 365 días del año y una extraordinaria obra de mitología que
me obsequió mi padrino y que todavía consulto. No puedo dejar de mencionar La
isla del tesoro de Robert Louis Stevenson, un clásico que leí cada diciembre
por siete años seguidos, como una forma de conmemorar la época en que lo había
recibido. Jim y John Silver formaron parte de mi Navidad por mucho tiempo y aún
hoy los sigo recordando como gratos compañeros decembrinos.
- Mis cumpleaños también forman
parte de mis recuerdos de diciembre. Recuerdo que casi todas las celebraciones
de mi infancia trascurrieron en un McDonalds y fueron poco originales, pero
felices. Sin embargo, apenas pisé la adolescencia, vinieron acompañados de
pequeñas y grandes tragedias. El 9 de diciembre se me convirtió en una fecha
confusa, en la que no sabía si celebrar o entristecerme. A partir de los 20
años, creo, comenzó una etapa tranquila en la que aprendí a valorar más la
compañía que los posibles regalos o las celebraciones rimbombantes. Ahora cada
vez que llega mi cumpleaños lo espero agradecida porque cada año vivido ha sido
un cúmulo de risas, lágrimas y experiencias diversas, que afortunadamente
siempre culmina con saldo positivo.
- Para mí, diciembre es casi
siempre sinónimo de felicidad. No es una felicidad impostada, obligada ni
decretada. Es una felicidad de niña, una felicidad espontánea que se produce
porque sí. Diciembre me gusta porque además de cumpleaños, navidades y años
nuevos, me trae recuerdos precisos e inolvidables que mi mala memoria, con toda
su tenacidad y firmeza, no ha logrado desgastar.
Joanna Ruiz
Méndez