Cada noche, antes que pueda dormirme, pasa mucho tiempo. A veces horas. Doy tres vueltas, cinco, cien. Me envuelvo entre las sabanas y cobijas. Calculo cuanto tiempo ha pasado. Me desenvuelvo, el calor es terrible. Hago a un lado mi amada cobija verde. Me quedo con las sabanas. Y me empieza a dar frío. Bueno, me coloco la cobija sólo en los pies. Al menos eso me funciona.
Me entra un letargo que confundo con sueño. Pero nada, no se concreta. Se parece al sueño pero no es. Me levanto de la cama, bravísima y frustrada por no poder dormirme. Camino hacia la sala. No prendo la luz. Abro las cortinas y contemplo esa visión única de un centro de Caracas (casi) en silencio. Enfrente está una casa colonial que fue remodelada hace poco. Al fondo se ve el edificio en donde las pocas luces que hay prendidas son azules. Así se ven de noche, no se porqué. Y claro, también me fijo en el poste de luz, el viejo farol de Hans Christian Andersen, mi detector de lluvia nocturno. No deja de alumbrar ni una gota, aunque sean aguaceros fuertísimos.
Me quedo un rato así, tratando de conjurar el sueño en medio de la quietud de la noche. Viendo lo que tantas veces he visto hasta el aburrimiento. Pero comienzo a descubrir cosas. Así pasa cuando uno empieza a observar atentamente lo cotidiano. Todo nos parece diferente. Nuevo. Hasta emocionante. Y eso no da sueño.
Comienza a cantar el gallo. No está amaneciendo. Ese gallo canta siempre. A las cuatro de la tarde. A las ocho de la noche. A las dos de la mañana. ¿Quién tiene un gallo por estos lados? ¿Serán los de la casa colonial? No lo sé. Pero igual el canto del gallo me devuelve al pensamiento de la madrugada, del descanso que no tengo, del sueño que no llega. Vuelvo a la cama. A colocarme la sabana completa, la cobija verde solo en los pies. A tratar de dormir. A dormir, si es que puedo.
Joanna Ruiz Méndez
Me entra un letargo que confundo con sueño. Pero nada, no se concreta. Se parece al sueño pero no es. Me levanto de la cama, bravísima y frustrada por no poder dormirme. Camino hacia la sala. No prendo la luz. Abro las cortinas y contemplo esa visión única de un centro de Caracas (casi) en silencio. Enfrente está una casa colonial que fue remodelada hace poco. Al fondo se ve el edificio en donde las pocas luces que hay prendidas son azules. Así se ven de noche, no se porqué. Y claro, también me fijo en el poste de luz, el viejo farol de Hans Christian Andersen, mi detector de lluvia nocturno. No deja de alumbrar ni una gota, aunque sean aguaceros fuertísimos.
Me quedo un rato así, tratando de conjurar el sueño en medio de la quietud de la noche. Viendo lo que tantas veces he visto hasta el aburrimiento. Pero comienzo a descubrir cosas. Así pasa cuando uno empieza a observar atentamente lo cotidiano. Todo nos parece diferente. Nuevo. Hasta emocionante. Y eso no da sueño.
Comienza a cantar el gallo. No está amaneciendo. Ese gallo canta siempre. A las cuatro de la tarde. A las ocho de la noche. A las dos de la mañana. ¿Quién tiene un gallo por estos lados? ¿Serán los de la casa colonial? No lo sé. Pero igual el canto del gallo me devuelve al pensamiento de la madrugada, del descanso que no tengo, del sueño que no llega. Vuelvo a la cama. A colocarme la sabana completa, la cobija verde solo en los pies. A tratar de dormir. A dormir, si es que puedo.
Joanna Ruiz Méndez