A veces me fastidia esa capacidad que tienen los pendientes para hacerse infinitos. Porque si algo se realiza, muere en el acto. A lo sumo, sobrevive el recuerdo, sea malo o sea bueno. Pero cuando algo queda pendiente, vive eternamente. Es incapaz de morirse. No se oxida. Ahuyenta las telarañas, la humedad, el viento. Y se reinventa. Muda de piel como una serpiente. Y aparece nuevo, fresquito, en nuestro cerebro atestado de cosas demasiado viejas o demasiado usadas.
Y ahí están los pendientes. Para vivir y decirnos: “Si tú hubieras…”. Porque los condenados nos odian con algo de razón: les hacemos vivir eternos como vampiros, los albergamos como si fueran nuestros peores invitados y encima siempre queremos deshacernos de ellos, a fuerza de terapia o voluntad. Entonces, para fastidiarnos, nos dicen: “Si tu hubieras…”. Y nosotros repetimos como autómatas: “Si yo hubiera…”. Y así es siempre.
Y además, para los que no lo sabían, un pendiente se alimenta del tiempo. A medida que pasan los días, meses o años, va engordando. Y crece. Se vuelve un señor pendiente que dice cada vez más seguido con una voz gruesa: “si tu hubieras…”. Y vemos al pendiente tan nuevo, tan fresquito, que seguimos creyendo que esas cosas que no pasaron siguen siendo probables. Aunque ya sean imposibles. Y casi nos provoca pasar por desubicados antes que dejar que ese pendiente se vuelva más grande. Y hacer lo que debimos hacer o lo que no debíamos hacer pero sí queríamos. Porque los pendientes no se mueren hasta que eso pasa. Y da placer que mueran porque son fastidiosos. Fastidiosos e infinitos. Se reinventan. Y sobre todo, no se oxidan.
Joanna Ruiz Méndez
Y ahí están los pendientes. Para vivir y decirnos: “Si tú hubieras…”. Porque los condenados nos odian con algo de razón: les hacemos vivir eternos como vampiros, los albergamos como si fueran nuestros peores invitados y encima siempre queremos deshacernos de ellos, a fuerza de terapia o voluntad. Entonces, para fastidiarnos, nos dicen: “Si tu hubieras…”. Y nosotros repetimos como autómatas: “Si yo hubiera…”. Y así es siempre.
Y además, para los que no lo sabían, un pendiente se alimenta del tiempo. A medida que pasan los días, meses o años, va engordando. Y crece. Se vuelve un señor pendiente que dice cada vez más seguido con una voz gruesa: “si tu hubieras…”. Y vemos al pendiente tan nuevo, tan fresquito, que seguimos creyendo que esas cosas que no pasaron siguen siendo probables. Aunque ya sean imposibles. Y casi nos provoca pasar por desubicados antes que dejar que ese pendiente se vuelva más grande. Y hacer lo que debimos hacer o lo que no debíamos hacer pero sí queríamos. Porque los pendientes no se mueren hasta que eso pasa. Y da placer que mueran porque son fastidiosos. Fastidiosos e infinitos. Se reinventan. Y sobre todo, no se oxidan.
Joanna Ruiz Méndez
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