Es inevitable: se termina el año
y uno comienza a sacar cuentas, a recordar los hechos memorables, a repasar las
alegrías más sinceras y las tristezas
más agudas. Uno quiere aprehender en vano cada uno de esos días que se
despidieron fugaces y retener hasta los recuerdos más ínfimos para que no
terminen en el sótano de la memoria, enmarañados con otros recuerdos que han
ido quedando allí y, que con el paso de los años, se han hecho irreconocibles.
En pocas palabras: es inevitable
enfrentar la nostalgia producto de un ciclo que se cierra, algo que ocurre
inevitablemente al final de cada año. No hay forma de no sentir añoranza por
los buenos momentos, porque no sabemos si el futuro nos va a deparar la misma
felicidad. No hay forma de que no nos invada la melancolía por las cosas que no
pasaron –pero que moríamos porque pasaran-, por los amigos o seres queridos que
se fueron –algunos para siempre- y por las derrotas que tuvimos que enfrentar –y
que nos dejaron dolores profundos y definitivos-. No hay forma de no hacer ese recuento que a algunos les puede parecer innecesario, pero que para otros es fundamental para poder enfrentar
el nuevo año con las cuentas claras y el corazón limpio.
No sé si le funciona a todo el
mundo, pero hacer ese repaso del año a mí me ha dado la oportunidad de reconciliarme
con los malos ratos, revivir las alegrías y, en el mejor de los casos,
enderezar el camino para arrancar con buen pie el nuevo ciclo que comienza. Y
aunque los finales –felices o no- traigan siempre su cuota de nostalgia, no nos
podemos olvidar que la mayoría de la veces vienen seguidos de comienzos
luminosos cargados de nuevas oportunidades, una emoción infinita y su dosis justa
de esperanza.
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