A Hernán lo conocí cuando tenía tres años. Mentiría si digo que me acuerdo de él en ese momento, pero ciertamente a él nunca se le olvidó que me conoció siendo una bebé. Por esa razón siempre me llamó Joannita, incluso cuando yo ya había pasado los dieciocho años y era casi de su estatura.
Durante el transcurso de nuestra amistad, Hernán me asustó con sus historias de espíritus y fantasmas. Se reunía conmigo y mis hermanos por las noches para relatarnos cosas que le habían pasado a él, a su papá, a un amigo y al conocido de un amigo. Todas terminaban en un hecho sorprendente que nos erizaba la piel y nos llenaba las noches de sustos y pesadillas. A medida que crecimos, nos dimos cuenta la característica común de las historias de Hernán: la falta de luz. Según él, su papá le aseguró que los fantasmas aparecían en Paparo de forma más frecuente antes de la llegada de la luz eléctrica y a él siempre lo sorprendían en la oscuridad de un canal mientras estaba pescando. Aunque parecía existir una explicación racional para tanto espanto, nosotros optamos por omitirla; solo así pudimos seguir deleitándonos con esos relatos que nunca dejaron de llenarnos de un susto sabroso.
Pero no todo eran fantasmas: Hernán también contaba historias divertidas y tenía un repertorio de anécdotas imposibles de creer pero fascinantes de escuchar. Además podía deslumbrarnos con una conversación inteligente que lo mismo trataba de cultura pop, historia o ciencia. Era analítico y discernía con inteligencia hechos y discursos de la actualidad política. Generalmente estaba un paso por delante en todas las discusiones y argumentaba tan bien sus opiniones e ideas que era difícil rebatirlas.
Generalmente desenvuelto, Hernán a veces era tímido con nosotros. Cuando íbamos a Paparo después de mucho tiempo de ausencia, llegaba a visitarnos con una solemnidad inusual en él. Bastaba con que alguien le recordara una anécdota vieja, para que echara a reírse y volviera a ser el mismo de siempre. Era en ese momento en que yo sentía que el tiempo era una falacia que inventaron para hacernos envejecer. Era como si los tres meses o dos años en los que no nos habíamos visto fueran un cálculo sin sentido. El tiempo no pasaba: bastaba con que Hernán me llamara Joannita y yo volvía a tener tres años otra vez. El tiempo no podía incidir en un hombre como él y tampoco en nosotros cuando estábamos a su lado.
Joanna Ruiz Méndez
Durante el transcurso de nuestra amistad, Hernán me asustó con sus historias de espíritus y fantasmas. Se reunía conmigo y mis hermanos por las noches para relatarnos cosas que le habían pasado a él, a su papá, a un amigo y al conocido de un amigo. Todas terminaban en un hecho sorprendente que nos erizaba la piel y nos llenaba las noches de sustos y pesadillas. A medida que crecimos, nos dimos cuenta la característica común de las historias de Hernán: la falta de luz. Según él, su papá le aseguró que los fantasmas aparecían en Paparo de forma más frecuente antes de la llegada de la luz eléctrica y a él siempre lo sorprendían en la oscuridad de un canal mientras estaba pescando. Aunque parecía existir una explicación racional para tanto espanto, nosotros optamos por omitirla; solo así pudimos seguir deleitándonos con esos relatos que nunca dejaron de llenarnos de un susto sabroso.
Pero no todo eran fantasmas: Hernán también contaba historias divertidas y tenía un repertorio de anécdotas imposibles de creer pero fascinantes de escuchar. Además podía deslumbrarnos con una conversación inteligente que lo mismo trataba de cultura pop, historia o ciencia. Era analítico y discernía con inteligencia hechos y discursos de la actualidad política. Generalmente estaba un paso por delante en todas las discusiones y argumentaba tan bien sus opiniones e ideas que era difícil rebatirlas.
Generalmente desenvuelto, Hernán a veces era tímido con nosotros. Cuando íbamos a Paparo después de mucho tiempo de ausencia, llegaba a visitarnos con una solemnidad inusual en él. Bastaba con que alguien le recordara una anécdota vieja, para que echara a reírse y volviera a ser el mismo de siempre. Era en ese momento en que yo sentía que el tiempo era una falacia que inventaron para hacernos envejecer. Era como si los tres meses o dos años en los que no nos habíamos visto fueran un cálculo sin sentido. El tiempo no pasaba: bastaba con que Hernán me llamara Joannita y yo volvía a tener tres años otra vez. El tiempo no podía incidir en un hombre como él y tampoco en nosotros cuando estábamos a su lado.
Joanna Ruiz Méndez
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