lunes, febrero 22, 2010

Tres historias al azar

I. Iba dando tumbos por el centro de Caracas y terminó en la plaza Bolívar. Buscaba un personaje, alguien a quien preguntarle la vida. Debía hacer un perfil para periodismo II: tenía dos días para entregarlo y cero ideas en la cabeza. Hasta que lo vio cantando y tocando su guitarra con pasión. Barbudo, cabello largo y delgado. No más de cincuenta años. Este es, pensó. Era el cantor de la plaza Bolívar, como ella lo bautizó. Ante la mención de una entrevista, él se sintió halagado. Al día siguiente, entre la plaza y sus alrededores, él le contó la vida. Llevaba 20 años cantando en la plaza en donde ya había cultivado muchas amistades y hacía algún dinero. Admiraba a Silvio Rodríguez y Atahualpa Yupanqui, aunque confesó haber sido roquero en sus años juveniles. Admiraba a Fidel Castro; a ella se le olvidó preguntarle el porqué. En su brazo izquierdo tenía un tatuaje con el nombre de su primer amor, imborrable como todos los primeros amores. Vendía CD´s que el mismo quemaba, en los que estaban todo su legado musical. Casi al final, el cantor de la plaza Bolívar le confesó, con una sonrisa de niño y un brillo de lágrima en los ojos, que era muy, muy feliz. Cuando terminó la entrevista él se fue caminando tranquilo, sin prisa, con su guitarra al hombro. De un bar cercano se escuchaba Esa flor ya no retoña y un grupo de borrachos la coreaba a viva voz. Fue ese día que entendió definitivamente que era eso lo que quería. Ser periodista.

II. Olha que coisa mais linda
Mais cheia de graça
É ela menina
Que vem e que passa
Num doce balanço
A caminho do mar


De ese día que intercambiamos música, sólo recuerdo cuando al final, con un tecito en la mano, terminamos escuchando Garota de Ipanema. Tú nos dijiste que era la canción más famosa de tu país. También recuerdo, para ser honesta, que ese tecito, esa canción y ustedes me parecieron la gloria esa noche. Fue en ese momento que supe que éramos lo que éramos. Una familia.

III. Había salido de la discoteca a exponerse a diez grados de temperatura y una lluvia que después arreció. En la parada de buses él la llamó al celular, para preguntarle cuando llegaba. “En cinco minutos llega el autobús, será como en veinte”. De una parada a otra fue cuando la lluvia se intensificó. Cuando dejó el autobús, hizo un recuento de sus posesiones para comprobar lo indefensa que estaba ante ese clima: una carterita de mano, una camisa ligera de una sola manga, blue jeans que empezaban a empaparse y unas sandalias que dejaban correr generosamente el agua debajo de sus pies. Se sintió congelada, se sintió triste. Se sintió demasiado sola. Afortunadamente, no tuvo que dar ni cinco pasos para verlo: tenía un paraguas y una chaqueta. La estaba esperando. Cuando corrió hacia donde estaba él, no supo que decirle. Él entendió. Le hizo espacio debajo del paraguas grandote y la abrigó. El camino a casa no fue frío, ni triste, ni solitario. Y desde esa noche, ella supo que él siempre sería esa persona que estaría esperándola, con un abrigo y un paraguas, cuando la lluvia arreciara.

Joanna Ruiz Méndez

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