No es por dármelas de buena samaritana, pero hay situaciones en la calle que me parten el corazón. Así. En trocitos. Pueden ser evidentes como un niño abandonado y algunas más complejas como el señor que vende tortas y al final de la tarde las recoge intactas. Me imagino que no ha vendido ninguna. Me imagino a su esposa preparándolas para que él las venda. Me lo imagino llegar a su casa con todas las tortas y sin dinero. Desesperanzado. Y aunque capaz todo sea mi imaginación, se me parte el corazón. Se los juro.
Por eso, la primera vez que vi a esa viejita regordeta sentada con un pañuelo en la cabeza y un cartón que decía “una limosna por el amor de Dios”, sentada inmóvil y ajena al caos de la avenida Baralt, se me volvió a partir el corazón. Como casi siempre ando apurada –aunque una amiga me diga que la prisa es de plebeyos- no hice sino mirarla. Pero esa primera mirada bastó para no olvidarme de la señora.
Los días siguientes estuve atenta. A veces estaba en el mismo sitio de la primera vez. Pocas veces no. Pero decidí que no bastaba con verla y asegurarme que estaba bien. Yo tenía que regalarle algo más perdurable que una limosna. Entonces se me ocurrió que sí podía darle una limosna, pero además se la complementaría con una sonrisa. Y un día lo hice. Pasé por donde estaba, le coloqué un billete en el vasito de plástico donde recoge el dinero y la miré. Y me miró. Y le sonreí y me sonrió. Me bendijo. Y yo, que no tuve la fortuna de tener a ninguno de mis abuelos cerca, cada vez que un viejito me bendice me siento feliz. Y así me fui, contentísima.
Seguí con la rutina de estar pendiente de ella y a veces dejarle algo. Pero hubo un día en que la señora tenía una gasa enorme cubriéndole media cara. Yo me asusté. Pensé que era por ese día. Pero al siguiente lo tenía también. Y por una semana más. Una cosa es dejarle unas monedas a alguien y sonreírle, que hablarle y establecer así un contacto directo. Pero cada vez que pasaba, la gasa era como una acusación directa. Me pesaba en la conciencia. Y después de volver a pasar por su lado, sin decirle nada, pensé: soy una desgraciada si no le hablo mañana. De verdad que sí. Le tengo que preguntar que le pasó. Al día siguiente sí. Lo voy a hacer.
Y a diferencia de las historias tristes, en las que la señora no aparece nunca más y uno se queda con un peso en la conciencia horrible, al día siguiente si estaba. Y sin la gasa. Me sentí feliz. Y como había prometido hablarle, me acerqué para darle algo y saludarla.
- Dios me la bendiga mija.
- A usted también. ¿Cómo está?
- Bien bien… Abrígate bien mija, que hace frío.
Y lo que había era tremendo calor, pero no le dije nada. Le pregunté otras cosas más. Le sonreí por última vez y cuando ya me iba a ir, me acordé que se me olvidaba preguntarle algo.
- ¿Cuál es su nombre?
- Mily
Y lo escribo así. Con “i” y “y”. No sé como se escribe. Tampoco creo que sea su nombre de verdad. Pero así quedó. La señora Mily. Regordeta, sonriente y aunque nadie lo crea, feliz. Al menos por lo que me ha contado. Porque desde ese día, la señora Mily y yo nos hicimos amigas. No las mejores amigas. Pero casi.
Joanna
Joanna
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