domingo, julio 29, 2012

Mi Gulliver y yo



Cuando lo conocí, ya era mucho más alto que todos. Que los niños. Que las niñas. Incluso era más alto que muchas profesoras. Y no tendría más de diez años.
Nuestro salón no era Lilliput, pero David sí era nuestro Gulliver. Incluso a los que no éramos chiquitos, David nos sacaba una cabeza y medio hombro. Siempre había que mirar hacia arriba para hablarle, incluso cuando estábamos sentados. Desde esa época tengo la impresión que David nunca deja de crecer, ni un solo día, ni un solo minuto. Y un niño con esas características siempre está condenado a un puesto en el salón: el último de la fila.
Fue en octavo grado que David y yo pasamos de ser compañeros a panitas, de esos que se hacen confidencias medio gafas y se echan los cuentos. Él fue mi primer contacto del Messenger y aún recuerdo cuál era el nick que tenía la primera vez que chateamos. Yo que no sabía cómo usarlo, abrí el fulano Messenger casi con miedo, porque no tenía ni idea de los que pasaría una vez que los muñequitos dejaran de bailar. Y lo que pasó fue muy simple: ya estaba conectada y mi único contacto, David, me saludó preguntándome que hacía en Messenger a esa hora. Y una cosa llevó a la otra y nos quedamos hablando como media hora o más.
A partir de noveno grado, David y yo pasamos de panitas a mejores amigos, de esos que se hacen grandes confidencias y de los que apenas se despiden se llaman cuando llegan a la casa para contarse lo que les pasó en el camino. Fue esa la época en que David se sentía un extraterrestre y yo practicaba la telepatía para comunicarme con mi alma gemela que seguro estaba en otro planeta, porque así me lo decía mi intuición melodramática. Con el tiempo descubrimos que él no era extraterrestre y yo no era telépata, tuvimos nuestra primera pelea importante, nos reconciliamos y empezamos a matar el tiempo en las clases mandándonos papelitos, que iban desde asuntos importantes como el futuro hasta temas mundanos como lo aburridos que estábamos en clase.
En cuarto año, tuvimos la oportunidad de hacer juntos la labor social en el Ateneo de Caracas. Entre el ensobre de cientos de invitaciones a famosos y desconocidos, la lectura a escondidas de los guiones de teatro –escondidos porque en teoría debíamos arreglarlos, no leerlos- y la visita a los lugares más sorprendentes de las salas de teatro, cumplíamos las horas con una rapidez casi sospechosa. Por esos días, David y yo aprendimos a simular un largo noviazgo para espantar al mesonero viejo y libidinoso que trabajaba en el café del Ateneo, que se enamoró de mí y me lanzaba horribles directas e indirectas, mientras arreglaba el romance de nuestras otras dos amigas con los dos muchachos que trabajaban con él. Nuestro “noviazgo” fue perfecto, porque nos permitía quedarnos horas hablando en el café sin que yo tuviera que aguantar al mesonero insoportable, al que por alguna extraña razón apodamos Juan Durazno.
Fue aquí, en el mejor momento de nuestra amistad, cuando David y yo tuvimos que afrontar nuestra primera gran separación. La primera de muchas, aunque fue sin duda la más decisiva porque de alguna u otra manera nos marcó para siempre. Fue en ese momento que entendimos –y lo reafirmamos con el tiempo-, que nuestra amistad era verdadera porque podíamos no hablar por días o meses, pero nos volvíamos a ver y sentíamos que habíamos hablado el día anterior. Nuestra amistad era del tipo no-me-importa-cuanto-deje-de-verte-siempre-serás-mi-amigo, que aunque parece mensaje de tarjeta del día de la amistad o un buen nombre para un libro de autoayuda, era totalmente real.
Desde que nos hicimos amigos, mi Gulliver y yo hemos peleado 50 veces más después de la primera vez -y 50 veces nos hemos reconciliado-, tuvimos más de mil conversaciones por Messenger y, ya en los últimos tiempos, un centenar por el chat de Facebook. Desde que nos separamos la primera vez, hemos vivido prácticamente separados todo el tiempo, nos hemos comido aproximadamente 100 sundaes de McDonalds –uno por cada vez que nos hemos visto y siempre de mantecado con chocolate- y hemos convertido a la Nutella en un símbolo de nuestra amistad, desde que una vez él me regalara un frasco enorme, para mi placer absoluto. Nos hemos especializado en el arte de mantenernos más comunicados que antes. Sin telepatía, ni inventos extraterrestres. Por pura voluntad y espíritu de contradicción. Y porque sabemos tanto de nuestras vidas, que es un peligro pelearnos. ¿Qué hace uno solo con tantos años de secretos compartidos?
Y aunque él siga creciendo y yo me sienta cada vez más pequeña cuando lo veo, y aunque no quiera saber de él cada vez que se acerca mi cumpleaños, y aunque tenga suficientes recuerdos de él para el resto de mi vida … siempre es chévere verlo. Por webcam. En vivo y directo. Por foto. Y más rico es hablar con él y sentir que el tiempo no pasa. Y mucho mejor es abrir un frasco de Nutella y saber que él también está allí, escondido y con sabor a chocolate. Porque David, con sus casi dos metros de estatura, cabe en un frasco de Nutella. Yo no sé como lo hace, pero sí cabe. A lo mejor él tenía razón en noveno grado y sí es un extraterrestre. Quién sabe.  

Joanna Ruiz Méndez

viernes, julio 27, 2012

La maravillosa vida breve de Óscar Wao



"Solo la combinación de todo lo que había leído y todo lo que aspiraba a escribir podía acercarse a ese amor"

Cuando compré esta obra, el librero me juró que era divertida y que lo disfrutaría mucho. Le hice caso y me dejé llevar por su consejo y por el Premio Pulitzer 2008 que destacaba en la parte superior de la portada.
No se equivocó en una parte: la disfruté muchísimo. Sin embargo, a pesar de la frescura de su estilo y del humor presente en sus páginas, La maravillosa vida breve de Óscar Wao no es lo que uno puede llamar una obra divertida. La historia es durísima y no hay que saber leer entre líneas para darse cuenta de que a pesar de la gracia de ciertos pasajes, nos están contando una tragedia familiar de proporciones épicas.
El protagonista es Óscar, un joven dominicano criado en Estados Unidos que es gordo-gordísimo, negro, nerd y virgen. Su obsesión por la ciencia ficción y su particular –y pedante- forma de expresarse lo convierten en un eterno bicho raro que casi no tiene amigos y que es un completo desastre con las mujeres. Su infortunio radica, tal como lo explica el mismo autor, en que “pertenece a una comunidad y a una cultura que propiamente no se enloquece por los nerds de color ni por sus intereses”.
Óscar proviene de un entorno familiar bastante particular. Su madre Belicia es una superviviente de tantas tragedias que ha perdido la capacidad de reír, llorar o amar. Lola, su hermana, está enfrascada en una guerra eterna con su mamá y, como ella, ha recibido duros golpes a lo largo de su existencia. El tío Rudolfo ha estado preso, disfruta sin pudor a las prostitutas y es un drogadicto consumado. Su abuela La Inca es una mujer fuerte que a pesar de vivir en Santo Domingo es capaz de ser una presencia constante en el resto de la familia aunque ésta viva en Nueva Jersey.
La historia gira alrededor de estos personajes y también de Yunior –uno de los novios de Lola y amigo de Óscar-, quien comienza la obra contado como alrededor de esta familia se cierne el fukú –una maldición- que es causante de todas sus desgracias. Cierto o no, la familia de Óscar sufre tragedias horrendas desde el tiempo de sus abuelos -causadas en mayor o menor medida por el trujillismo- y él mismo padece múltiples infortunios, principalmente amorosos. 
Si bien la historia de Óscar es la que más debería interesar –a juzgar por el título-, yo me encontré mucho más cautivada por la historia de su familia. La trama del eterno perdedor en busca del amor no me conmovió ni la mitad de lo que me conmovió el drama de las mujeres, heroínas perpetuas que luchaban en contra de su mala suerte con la furia de unas fieras. Y de todas ellas, Belicia se erige como la gran protagonista de esta obra: los sucesos de su vida son tan dramáticos, tan poderosos y están tan bien contados que lo que sucede con el nerd infortunado pasa a un segundo lugar.
La obra está originalmente escrita en inglés; yo la leí en español y según algunas críticas, a pesar de que el trabajo de traducción es excelente, se pierde parte del encanto que tiene en su idioma original. De las temáticas que toca, hay tres que se manejan de forma estupenda: las consecuencias de la intolerancia en cualquiera de sus formas –racial, política o social-, el horror del trujillismo –tan terrible como la peor de las maldiciones- y la eterna inconformidad humana que siempre nos hace querer estar en otro lugar –y que es una de las caras de la emigración-.
La obra es muy recomendable. La breve vida de Óscar con todo su nerdismo y fracasos magnificados no me pareció tan maravillosa pero es una excusa excelente para contarnos una saga familiar que sí logra enganchar y apasionar al lector.

Puede leer un adelanto del primer capítulo aquí: http://es.scribd.com/doc/55433684/La-Maravillosa-Vida-Breve-de-Oscar-Wao


Joanna Ruiz Méndez

miércoles, julio 18, 2012

La caja de los deseos


La caja de los deseos del alemán Günter Grass es, como algunos han clasificado, una autobiografía fantástica. Su trama es muy sencilla: un escritor se apoya en la fotógrafa Mariechen, su gran amiga, para completar las piezas faltantes de las historias que escribe y, de paso, acercarse a sus hijos. Solo basta que le diga ¡Dispara, Mariechen! y ella comienza a tomar fotos con su Agfa-Box. A diferencia de las cámaras normales, la de Mariechen es capaz de captar imágenes del pasado, pero también puede anticipar el futuro y plasmar los deseos de los personas en las fotografías. Según ella, fue una cámara normal hasta que, después de un bombardeo durante la guerra, enloqueció y comenzó a fotografiar lo imposible.  
Las fotos tomadas con la Agfa-Box podían desde mostrar a los ochos hijos comiéndose al padre en plena Edad de Piedra, hasta revelar el trayecto desconocido que tomaba el perrito de la familia cada vez que se perdía. Era capaz de hacer milagros, pero también de fabricar memorias y fantasías.
El lector conoce la relación al escritor y a Mariechen a través de las conversaciones que sostienen durante todo el libro los ochos hijos del escritor -producto de su relación con cuatro mujeres muy distintas entre sí-. Pat, Jorsch, Lara, Taddel, Lena, Nana, Paulchen y Jasper alternan turnos para tomar la palabra y dar su versión sobre la historia de la familia y hacerle reclamos –solapados o evidentes- a su padre.
El Viejo –o papá, papuchi o papaíto, dependiendo del hijo o hija que lo nombre- es un hombre que casi siempre estuvo ausente o aislado y que le dedicó demasiado tiempo a la escritura de sus libros. Mariechen es siniestra, enigmática o generosa dependiendo de quien hable de ella. Su particular forma de ser la convierten en un referente indiscutible en la historia de ésta familia y su cámara es un  puente entre el escritor y sus hijos. Como se dice hacia el final de la novela: “Si ella y su Box no hubieran existido, el padre sabría menos de sus hijos, habría perdido el hilo con demasiada frecuencia, su amor no habría encontrado el camino por la puerta trasera entreabierta -¡por favor, no la cerréis!- y no habría historias del cuarto oscuro, ni siquiera las más retrospectivas, que hasta ahora han sido silenciadas o insinuadas”.
La caja de los deseos forma parte de lo que se espera sea una trilogía que comenzó con Pelando la cebolla. Aunque me gustaría leer esta última, creo que la obra en sí misma nos revela de forma efectiva la vida de este escritor, sus relaciones familiares, obra literaria y pensamiento político. Es una novela que se construye con base en recuerdos agridulces y difíciles, en relaciones dilemáticas, en culpas permanentes y tristezas eternas, pero también sobre experiencias anecdóticas, graciosas y extravagantes. Ésta podría ser, con pocas variantes, la historia de cualquier familia y por esta razón puede resultar dolorosa pero también cercana. 
El elemento poderoso de esta historia es la cámara clarividente. Gracias a este recurso los deseos, las culpas y los recuerdos se presentan como imágenes y metáforas contundentes. El ¡Dispara, Mariechen! es una licencia poética para mostrar el horror y la magia de la vida, de todas las vidas.

Primeras páginas de La caja de los deseos:

http://www.prisaediciones.com/uploads/ficheros/libro/primeras-paginas/200905/primeras-paginas-caja-deseos.pdf


Joanna Ruiz Méndez

domingo, julio 15, 2012

Colonia del Sacramento: pacífica y luminosa

El tercer día de nuestra estadía en Buenos Aires decidimos tomar el Buquebus y visitar Colonia del Sacramento, la linda ciudad uruguaya que actualmente es un remanso de paz pero que en el pasado fue territorio de guerras entre portugueses y españoles. Su estructura y construcciones son pruebas contundentes de la influencia de ambos países europeos y debido a esta mixtura de estilos su casco histórico fue declarado en 1995 como Patrimonio de la Humanidad.   
Las callecitas empedradas del casco historico, las flores generosas que brotan en todas partes y su estilo colonial convierten a esta ciudad es un lugar adorable y pacífico. En autobús y a pie mi familia y yo recorrimos sus principales lugares turísticos: la Calle de los Suspiros, el faro, el Muelle Real de San Carlos, el Portón de Campo y Muralla, el Puerto Comercial, la Plaza 25 de Mayo y la Basílica del Santísimo Sacramento, entre otros. 

Portón de Campo y Muralla
El casco histórico es acogedor y pintoresco


En las calles brotan colorida flores
El casco histórico es Patrimonio de la Humanidad

Basílica del Santísimo Sacramento


El faro es uno de los símbolos de Colonia









Un curioso ajedrez que me conseguí en la calle

La famosa Calle de los Suspiros
En Colonia comprobé algo que siempre he pensado: el ser humano es inconforme por naturaleza. Les explico por qué: yo estaba maravillada por la paz que se respira en esta ciudad y por su atmósfera pacífica y se lo comenté a una chica que atendía una tienda de artesanías:

-          ¡Esta ciudad es tan tranquila!

La muchacha hizo un gesto de fastidio y me respondió:

-          ¡Demasiado!

Después de un rato conversando, ella me empezó a preguntar por Venezuela y después por Caracas. Yo le conté del tráfico infernal, del Metro en las horas pico, del bululú permanente. A ella se le iluminaron los ojos y me dijo:

-          ¡Debe ser tan divertido!

¿Se dan cuenta?
Nuestro recorrido por Colonia me regaló uno de los recuerdos más memorables de este viaje. Mi hermana y yo, desafiando la lluvia que comenzó a caer hacia las ocho de la noche, decidimos acercarnos a la playa para quedarnos un rato allí antes de tomar el transporte que nos llevaría de regreso a la estación de Buquebus. Era verano y el sol no se había ocultado a pesar de que ya era de noche. Hubo un momento en que nos paramos y nos dimos cuenta que no llegaríamos a la playa porque la lluvia había arreciado. Estábamos mojadas y frustradas hasta que levanté la vista y vi que se había formado un arcoíris enorme en el cielo gris.
Se lo dije a mi hermana y ya no nos importó el estar mojadas y friolentas. En Caracas no es fácil ver arcoíris –no sé si porque no es fácil verlos o porque en realidad casi no se forman- y éste nos pareció una visión mágica. Nos tomamos muchísimas fotos y celebramos como niñas ese regalo de despedida que nos daba Colonia. Al volver al transporte, veníamos empapadas pero sonrientes. Felices pues.
Si ustedes, como yo, son buscadores de lugares luminosos, les informo que Colonia del Sacramento es uno de ellos. Es una ciudad que regala historia, flores y paz. Y a mi hermana y a mí, que somos unas suertudas, también nos regaló un arcoirís maravilloso. 

El arco iris con que nos despidió Colonia


Joanna Ruiz Méndez

lunes, julio 02, 2012

Amigos y paladar feliz

Las calles de Buenos Aires están hechas para que uno camine sin prisa y sin rumbo. Sin noción del tiempo. Sin direcciones. Sin conciencia del destino pero atento al recorrido. Caminar y caminar: eso es lo que yo haría si viviera en esa ciudad.
Sin embargo, nuestras apretadas agendas de viajeros que tienen pocos días y muchas ganas de conocer, nos obligaban a preguntar constantemente por direcciones, rutas de autobuses y estaciones de Subte -el Metro porteño-. Siempre obtuvimos una respuesta amable, extensa y precisa de como llegar a cualquier lugar. Incluso, cuando no podíamos disimular la cara de turistas perdidos, se nos acercaban señoras casi siempre mayores que nos preguntaban que estábamos buscando y, cuando les decíamos, se dedicaban a explicarnos con lujo de detalles el camino que debíamos tomar. Esa atención al turista me pareció maravillosa y me demostró que en Buenos Aires un personaje como el señor Soler es una excepción y no la regla.
En pocos días pudimos visitar muchos lugares emblemáticos como Caminito, el acogedor barrio de San Telmo -y su archiconocida Mafalda-, el mercado artesanal de La Recoleta y el Museo de la Pasión Boquense. En este último, pudimos conocer toda la historia de este club de fútbol, recorrer la Bombonera y hasta sentarnos en las gradas de este famoso estadio. Quizás para muchas personas este no sea un paseo obligatorio, pero los amantes del fútbol –aunque no sean fanáticos del Boca- no pueden perdérselo.  

¿Reconocen a estos personajes que me encontré en Caminito?
Un caballito multicolor en Caminito
La adorable Mafalda en San Telmo

La Bombonera

Mercado artesanal en La Recoleta
Museo de la Pasión Boquense






En nuestra estadía en Argentina también pudimos visitar El Tigre y hacer un agradable recorrido por el Delta de Paraná, caminar largamente el bioparque Teimaikèn y conocer San Isidro. En este último lugar visitamos algunos museos y la magnífica Catedral. 


Tuvimos un día soleado en El Tigre
Paseo por el Delta del Paraná
Flamencos rosados en Temaikén

Catedral de San Isidro
Museo Pueyrredón




















A San Isidro fuimos porque nos lo recomendó Julio, un amigo y colega que vive allí y que conocí en México hace dos años. En su casa, sucedió algo muy curioso: sus parientes y los míos se llevaron muy bien desde el primer momento y al cabo de una hora parecíamos amigos de toda la vida. Compartimos historias, vino y unas empanadas divinas que hizo Fernanda, la esposa de Julio. Hay una foto de esa velada memorable en la que parecemos una gran familia. Espero que podamos repetir la experiencia en Venezuela y devolverle las atenciones a estos amigos argentinos que no solo demostraron ser personas super cálidas sino también excelentes anfitriones.  
Las empanadas de esa reunión no fueron las únicas que comimos en nuestra estadía en Buenos Aires. Aunque habíamos acordado que dormir era opcional, no pudimos hacer lo mismo con las comidas: no somos personas frugales. Decidimos que desayunaríamos y cenaríamos en grande, pero resolveríamos los almuerzos con empanadas argentinas. Yo probé las de carne, pollo y choclo y todas me parecieron riquísimas. Nuestro paladar también se deslumbró con las pascualinas –tartas rellenas de espinacas y acelgas-, variados tipos de pasta y el famoso bife de chorizo, un corte de carne suave y deliciosa que se deshace en la boca. También probamos el dulce de leche, los alfajores y el mate, la infusión que tradicionalmente se toma en un recipiente del mismo nombre. Nos gustó tanto que nos trajimos una buena provisión de yerba mate a Venezuela y todavía hoy estamos disfrutando de esta bebida en la casa.
Buenos Aires me regaló muchas historias y momentos memorables, pero no me gustaría alargar esta crónica. Creo que sobra decir que disfruté muchísimo cada uno de los días que pasé en la capital argentina y que no veo la hora de repetir la experiencia. En mi próximo post les hablaré de nuestra escapada a Colonia, la coqueta ciudad uruguaya que me regaló una sensación inmensa de paz y un arcoíris inolvidable. 

Joanna Ruiz Méndez