jueves, noviembre 29, 2018

Paparo


"Antes, todo este pueblo estaba cubierto por el mar. Era un océano".


Durante muchas noches, cuando estábamos en Paparo, me aterraba la idea de que el agua reclamara el que algún día había sido su territorio. El miedo era más fuerte cuando llovía, porque era una forma de llover salvaje y desmedida, como suele pasar en los pueblos costeros. Tronaba de una manera apocalíptica, se metía el reflejo de los relámpagos en los cuartos oscuros porque se iba la luz –siempre se iba la luz- y la lluvia caía por horas. En mi imaginación, ese era uno de los tantos avisos que estábamos recibiendo: el agua volvería a ocuparlo todo. Cuando eso sucediera, mi familia y yo quedaríamos flotando entre peces, algas y guacucos por habernos atrevido a pasar vacaciones en un lugar que, alguna vez, estuvo dominado por el mar.

Mi hermana Joselyn me había contado lo del mar como un dato de cultura general y sin ánimo de asustarme, así como René, mi hermano, me había dicho muy serio que las montañas habían sido alguna vez olas gigantes congeladas por Dios. Aunque hubiera sido natural que le temiera al agua, no fui capaz de asociar esas historias con el mar que me recibía espléndido cada vez que íbamos a la playa. Me metía sin dudarlo y me dejaba mecer por el oleaje, mientras miraba al cielo agradecida por poder estar allí. Cuando era niña, Paparo me parecía el lugar más bonito del mundo.

Esta parroquia barloventeña se dividía en dos pequeños mundos muy diferentes entre sí: el pueblo y la urbanización. Mi familia y yo nos quedábamos en el pueblo en una casita sencilla pero cómoda que tenía suficientes cuartos y suficientes camas como para que pudiéramos llevar invitados de vez en cuando. No era de nosotros sino de una amiga de mis padres que, al ver el esmero con que mi mamá la cuidaba, no dudaba en entregarles las llaves cada vez que queríamos ir. 

La urbanización era otra cosa. La visitábamos con frecuencia porque mi papá era socio de un club que estaba de este lado de la parroquia. Desde el carro veíamos, a ambos lados del camino, mansiones con piscina cuyos dueños eran personas de la clase alta caraqueña. En algún momento, Paparo fue un destino popular y el club era un punto de encuentro de gente adinerada –y nosotros- que terminaban bailando al ritmo de los artistas de moda en las fiestas que se celebraban durante las épocas de temporada alta.

Hoy me da risa pensar que uno de mis sueños más grandes cuando era niña era tener una casa en la urbanización. La de la amiga de mis padres me gustaba muchísimo, pero yo tenía aspiraciones dignas de la revista ¡Hola! en la que me fotografiaban en mi casa de dos pisos, en mi piscina, en mi sala grande y suntuosa.

La única ventaja que le veía a la casita del pueblo era que estaba más lejos del mar. Así, si un día venía el agua a reclamar su territorio, llegaría primero a esas mansiones. Mi familia y yo quizás nos daríamos cuenta y podríamos salir del pueblo, rumbo a Caracas, en el Malibú del 82 de mi papá. Eso lo pensé más de una vez cuando me costaba conciliar el sueño en las noches y, especialmente, cuando rompía a llover sin piedad sobre Paparo.


La casa


La casa de Paparo forma parte fundamental de mis recuerdos de la infancia. Allí jugué con mis primos, mis amigos, con Hernán y sus hermanos, tuve mi primer ataque de pánico y conviví, de manera más bien armónica, con presencias sobrenaturales.

La casa tenía una sala grande en la que cabían dos poltronas, un sofá, una mesita de centro y un revistero que siempre estaba lleno de polvo, arañas y revistas del corazón. También había un comedor de 8 puestos que era capaz de recibir más gente siempre y cuando se arrimaran más sillas. Sobre esa mesa, aprendí a jugar dominó, Uno y burro, así como otros juegos que Hernán nos enseñaba y se nos olvidaban cada vez que volvíamos a Caracas.

Había tres habitaciones, cada una con dos camas, en las que se podían acomodar colchonetas cuando había suficiente quorum en la casa. Entre la sala principal, las habitaciones y la cocina había otra sala más pequeña en donde habían dispuesto unas sillas grandes, feas y en su mayoría rotas que por supuesto nadie usaba, así como un mesón que nos servía, principalmente, para estirar los trajes de baño mojados para que se secaran. En la pared había tres imágenes: dos eran fotografías de los hijos de la dueña cuando eran niños y uno era un retrato pintado de un muchachito que, me parecía, estaba a punto de llorar.

La casa le había pertenecido antes a una pareja de españoles. Ella era pintora y el cuadro del niño, así como otros que había en la casa, eran de su autoría. Nos habían dicho que la casa la habían vendido cuando la señora murió y asumimos que su presencia, así como otras, seguía conviviendo entre nosotros.

Lo de los fantasmas era una creencia alimentada por Hernán, pero que sabíamos que tenía su toque de verdad. En la casa de Paparo uno sentía “algo”. ¿Qué era? Nunca lo supimos. Las historias eran muchas, pero la que más recuerdo estaba relacionada a un hermano de Hernán que al parecer había visto a uno de los doce apóstoles –nunca supe cómo había llegado a esa conclusión- atravesar una de las paredes del comedor para perderse en alguna parte del concreto porque no llegó a salir hacia la sala auxiliar. Todos los invitados –compañeritos de colegio, parientes o amigos de la familia- también se contagiaban de ese susto, ya fuera por las historias que mis hermanos y yo contábamos diligentemente cada vez que podíamos o porque también sentían ese “algo” que nunca pudimos definir.

Cuando se apagaban las luces por las noches, no nos atrevíamos a deambular por la casa. Si alguno de nosotros quería ir al baño, le pedía a otra persona que lo acompañara. Así mientras uno entraba, el otro montaba guardia al lado de la puerta. Era una estrategia que no estaba enfocada a espantar a los fantasmas sino más bien a ahuyentar el miedo. Habíamos visto suficientes películas de terror como para saber que los espíritus se ensañan particularmente con los solitarios.

El resto del tiempo, especialmente durante el día, la casa de Paparo era territorio de risas y juegos. Las mañanas comenzaban con desayunos suculentos en donde casi nunca faltaban las arepas, los huevos revueltos y el café con leche. Si decidíamos que ese día no iríamos a la playa, mis hermanos y yo salíamos al patio, buscábamos en el baño exterior de la casa una manguera vieja, la conectábamos a un grifo y comenzábamos a darnos duchazos de agua fresca que espantaban el pesado calor papareño. Muchas veces aprovechábamos los duchazos para lavar el carro de mi papá. Mi hermano y yo siempre terminábamos negritos de esas jornadas festivas bajo el sol; mi hermana, en cambio, a pesar de que se acostaba por horas sobre una toalla para terminar tostada, solo alcanzaba a ponerse rojita.

En el patio trasero de la casa había matas de mangos, así que a veces también nos dedicábamos a recogerlos para que mi mamá nos hiciera jugo o, si teníamos hambre, los lavábamos con la manguera y nos los comíamos de una vez. Cuando iba con mis amigas, recuerdo que el patio se convertía en una pasarela en las que exhibíamos nuestros trajes de baño nuevos y soñábamos, como en algún momento creo que sueñan todas las niñas venezolanas en su vida, en convertirnos en reinas de belleza.

Joselyn y una amiguita de mi infancia, en una de nuestras sesiones de sol y agua.
En la noche, cuando aún no se habían apagado las luces, sacábamos algún juego de mesa para divertirnos con Hernán y, en ocasiones, alguno de sus hermanos. Casi siempre eran cartas y con él aprendimos no solo juegos sino también trucos y chistes malos que, en su boca, nos parecían buenísimos. Cuando nos agarraba la medianoche, Hernán decidía aderezar la velada con historias de espantos que habían ocurrido allí mismo, en la casa, o en alguna parte del pueblo. Nosotros lo escuchábamos aterrados pero, lejos de pedirle que parara, lo animábamos a recordar y contar otros cuentos de misterio.

La casa era bastante sencilla pero, dentro de un pueblo lleno de casuchas que muchas veces estaban cayéndose, resaltaba. Llegar allí nos volvía, de repente, “los ricos” del lugar. Todos sabían que veníamos de Caracas y ser capitalino en ese pueblo costero te daba un estatus especial. 

A veces algunos lugareños pasaban delante de la casa, veían hacia el patio en donde estábamos jugando y nos dedicaban una mirada en la que se mezclaba la curiosidad y la envidia. Era la misma mirada que yo le dedicaba desde el carro de mi papá a las mansiones imponentes de la urbanización. Creo que fue allí en Paparo en donde entendí, sin que nadie tuviera que explicármelo, que había nacido en ese estrato social difuso llamado clase media.


El club


Los patos que, durante algunos años, nadaron sobre el lago que estaba en el club.


Ya he contado que el club y la urbanización de Paparo reunió en una época a una parte de la clase alta caraqueña que vacacionaba en Barlovento. De hecho, hubo una canción muy popular en los ochenta llamada La sifrina de Caurimare en la que la protagonista daba a entender que la envidiaban por irse de vacaciones para allá.

Para los que no son venezolanos, aquí va una pequeña explicación: sifrina o sifrino es una persona que es evidentemente adinerada y lo demuestra en su forma de actuar, hablar y vestirse. Son de la misma raza que los gomelos de Colombia, los fresas de México o los pijos de España. Caurimare, por otra parte, es una zona de Caracas en la que vive la clase alta.

Nunca le he preguntado a mi papá cómo llegó a ser socio del club, aunque creería que su inscripción tuvo que ver con la amiga de la familia que nos prestaba la casa en el pueblo. Ir a Paparo, además de disfrutar la casa, significaba entrar en ese lugar exclusivo de espacios amplios en donde había dos piscinas –una de adultos y otra de niños-, canchas de tenis y bolas criollas, un caminito de cemento que te llevaba directo a la playa, un restaurante, un parque infantil, puestos de comida, tienditas, una sala de cine a cielo abierto y un laguito en la entrada en el que, por algún tiempo, nadaron muchos patos.

El club de Paparo era, por consiguiente, un universo de posibilidades para una niñita imaginativa como yo. Casi nunca salía de la piscina pero, cuando exploraba otros lugares, mi mente le daba a cada experiencia una connotación profunda.

Por ejemplo, cuando decidía explorar la terraza del club por las noches y me acostaba de espaldas en el piso, me adentraba en otro mundo que me parecía –y me sigue pareciendo- fascinante: el del cielo estrellado. El caminito que daba hacia la playa también alborotaba mi imaginación. Estaba rodeado de flores, palmeras y plantas tropicales y, en cierta época del año, resultaba salpicado por el jugo de las uvas playeras que se caían maduras de los árboles. Caminarlo me parecía la antesala a una película que terminaba igual que ese recorrido: con un final feliz a orillas del mar.

Las fiestas del club eran legendarias. Siempre incluían un derroche de buena comida y mejores bebidas, un bingo en el que se entregaban jugosos premios en metálico o botellas de whisky costosas y un grupo musical que amenizaba las noches con el mejor merengue de la época. Una vez hasta el mismísimo Roberto Antonio se presentó allí. La actitud festiva -dionisíaca- de los asistentes también era una constante.

Cada vez que recuerdo las fiestas del club rememoro a todas las personas riendo, bailando, celebrando la vida. Como todos los niños, me mantenía un poco al margen de esa algarabía de la gente grande e inventaba distracciones más simples para matar el tiempo, pero de alguna manera asumía que eso me esperaría en el futuro, que la vida adulta era eso.

Por supuesto, la de los noventa era otra Venezuela. Poco a poco, el club fue cambiando hasta convertirse en una sombra de lo que había sido. Dejaron de hacerle mantenimiento a las canchas de tenis y bolas criollas y nunca más volvieron a usarse. Cerraron el restaurante, las tienditas y los puestos de comida. La vegetación fue ganando terreno y se empezaron a levantar algunas baldosas. Un día vaciaron la piscina de niños, la primera en la que me metí en mi vida, y se convirtió en un vertedero mohoso de agua de lluvia y hojas muertas. Los patos se fueron o se murieron: nunca más volví a verlos. La pantalla gigante en donde se mostraban los números del bingo jamás volvió a encenderse. La música, la alegría y los festejos también desaparecieron para siempre.

Visitar el club en decadencia, después de haber conocido sus épocas de gloria, era deprimente. Solo algunos detalles –el caminito a la playa, los amplios espacios que siempre estuvieron abiertos para recibir la brisa marina, el laguito de la entrada- permitían adivinar que ese no era un sumidero de fantasmas sino un lugar que conoció tiempos mejores. Además, si uno cerraba los ojos, si uno realmente se concentraba, podía escuchar el eco de las risas, el ritmo contagioso de los merengues noventeros, el ruido de botellas destapándose, el B1 o el O62 que salieron, alguna vez, en un bingo bailable.

La juventud


Otros niños en los noventa, incluyendo a aquellos pertenecientes a las familias que tenían sus mansiones en la urbanización, probablemente intercalaron sus experiencias turísticas entre Paparo, Miami, Orlando y Madrid. Las mías casi siempre fueron en Paparo. Salvo algunas excepciones, mi familia y yo siempre emprendíamos el viaje de dos horas en carro desde Caracas hasta el pueblo a pasar Semanas Santas, feriados y vacaciones de mitad de año.

En mi infancia, Paparo tenía todo lo que yo podía pedirle a la vida: playa, un club con piscina, mangos maduros, fantasmas y a mi familia entera. Después, sobre todo en la adolescencia, me parecía que lo de mis padres era una falta de imaginación tremenda. ¿Otra vez Paparo? ¿Qué más podía ofrecernos ese pueblo en el que nunca pasaba nada y cuyo único atractivo verdadero eran las visitas de Hernán? Yo, que ya tenía sed de mundo, me sentía atrapada en ese destino humilde que ya me parecía insuficiente. Sentía que era una mala pasada del destino que Paparo fuera lo único a lo que yo pudiera aspirar.

Había días de días, por supuesto. En unos, yo solo me quejaba internamente de haber terminado, como todas las vacaciones, en Paparo. En otros, me parecía que el lugar tenía una magia destinada a nosotros, los fieles, que no lo habíamos abandonado. 

De esos días felices recuerdo especialmente una vez que fui con mi mamá a la playa muy temprano. La luz tenue de una mañana limpia iluminó nuestra caminata a orillas de la playa, vimos llegar una lancha de pescadores en actitud festiva, nos vimos rodeadas por un grupo de gaviotas que quería llevarse su tajada de la pesca y nos alegramos por la suerte de una raya pequeñita que escapó de las redes, nadó rápidamente hacia aguas más profundas y logró burlar a la muerte. En días como esos, yo sentía que Paparo era tan bonito como siempre me había parecido en mi infancia.

El deterioro del club, la muerte de Hernán y la certeza de que el pueblo era cada vez más inseguro le fueron quitando atractivo a un destino que de por sí nunca fue espectacular. Eventualmente empezamos a pasar vacaciones en Higuerote –también en la región de Barlovento- y nos aventuramos a otros lugares fuera de Venezuela. Paparo se volvió un lugar al que cada vez íbamos menos y al que luego solo iban nuestros padres, quienes finalmente también dejaron de visitarlo por completo.

No sé si cuando recuerdo a Paparo siento nostalgia por el lugar o por el tiempo en el que pasaba vacaciones allí. Eran épocas más fáciles, por supuesto: podía desperezarme a las 11 de la mañana, jugar todo el día bajo el sol sin temor a lo que esa exposición irresponsable pudiera provocar, derrochar el agua que salía de la manguera sin pensar que la estaba desperdiciando. Me sentía eternamente joven cada vez que Hernán me llamaba Joannita. Era un territorio seguro en el que siempre estaban mis padres, mis hermanos, mis amigos. No era mi hogar, pero de alguna manera era una extensión de este.

No todos los recuerdos son lindos, por supuesto. En la casita del pueblo sentí por primera vez que me faltaba el aire, que el corazón se me iba a salir y que me iba a morir: allí sufrí durante uno de los habituales apagones, a los once años, mi primer ataque de pánico. Vendrían muchos más. En las calles de Paparo también tuve la certeza de lo cercana que estaba la muerte cuando fui al velorio de Hernán. Ese día le dije adiós a unos de mis mejores amigos y, en cierta manera, también a mi juventud.

Hasta cierta edad, también estuvo el miedo de que el pueblo se viera arropado por un océano furioso que –estaba segura- un día reclamaría su territorio. En ese momento no entendía que la destrucción que presentía no tenía nada que ver con el agua. El club selecto, el ambiente tranquilo de esa parroquia barloventeña y los juegos simples y felices en la casita del pueblo no se vieron arrasados por el mar: de todo se encargó el tiempo.  

Joanna Ruiz Méndez