lunes, julio 09, 2018

Con mi hermana hasta el fin del mundo (I)



2 de enero de 2018. Punta Arenas.

Joselyn y yo comenzamos el viaje el primero de enero. Llegar a Punta Arenas desde Bogotá nos tomó dos aviones y casi 8 horas de vuelo. Ni ella ni yo habíamos dormido, salvo que se considere sueño a ese retozo incansable que uno establece en los asientos de los aviones. La energía y la buena actitud, sin embargo, volaron con nosotras. Ese viaje al fin del mundo era nuestra forma de rebelarnos ante la vida cotidiana agridulce, la frustración y el desempleo, así que apostamos por ignorar el cansancio y la necesidad de darnos un buen duchazo. Estábamos genuinamente felices.
Apenas salimos del aeropuerto, el frío nos sacudió. Aún en pleno verano, Punta Arenas es una ciudad helada y ventosa cuyo clima contrasta con la extrema calidez de sus habitantes. Nos sorprendió un poco ver que todo el mundo nos atendía y hablaba con el cariño que uno le destina a viejos conocidos. Nos preguntaban con interés por Colombia cuando sabían que veníamos de Bogotá y aún con más interés sobre Venezuela cuando se enteraban que éramos caraqueñas.  Una señora que nos vendió unas empanadas deliciosas hasta nos contó con detalles y una emoción evidente que pronto conocería Cartagena.
Nuestra conexión más profunda en Punta Arenas, sin embargo, no fue con una persona. Cuando nos detuvimos en la Costanera a fotografiar a los cormoranes que estaban posados sobre un muelle, un perro se nos acercó y se sentó a nuestro lado. Lo saludamos -porque es de mala educación no saludar a un perro que se acerca a uno- y seguimos tomando fotos.
Yo dediqué varios minutos a obtener una buena imagen de esas aves que, a lo lejos, parecen pingüinos: el perrito siguió allí. Cuando decidimos emprender la caminata por la Costanera, un plan obligado para los que visitan Punta Arenas, él se fue con nosotras.
Si parábamos, él paraba. Cuando emprendíamos nuevamente la marcha, él trotaba a nuestro lado. Un par de veces se entretuvo con otros turistas y entonces nos tocaba llamarlo para que no se quedara atrás:
-          ¡Crusoe, tenemos que seguir!
Y él, que probablemente no se llamaba Crusoe ni entendía español, apuraba el paso para no quedarse. Un par de veces nos sentimos un poco nerviosas porque había tramos de la Costanera que eran solitarios, pero saber que ese perro enorme y buenazo nos acompañaba nos daba tranquilidad. Recuerdo esa caminata al lado del estrecho de Magallanes y con un perro como compañía como nuestra mejor experiencia en Punta Arenas.
Crusoe, nuestro compañero en la caminata por la Costanera
Cuando decidimos ir hacia el Cementerio Municipal, uno de los principales lugares turísticos de la ciudad, Crusoe se nos perdió. Se puso a jugar con otros perros y, de repente, no lo vimos más. Desapareció. ¡Crusoe, Crusoe! gritamos, pero no respondió a nuestro llamado. Quedarnos sin la compañía del único perro que habíamos sentido como propio en toda nuestra vida, nos generó una tristísima sensación de pérdida.
Ya menos entusiasmadas, nos metimos al cementerio para fotografiar los emblemáticos cipreses que están en la entrada. Creo que también buscamos los seis que habían quemado el día anterior, un acto de vandalismo no muy común en Punta Arenas que tenía indignados a todos los pobladores y que había recibido, por su rareza, la primera plana del diario El Pingüino.

Los cipreses del Cementerio Municipal son su principal atractivo
Al final de la tarde, después de haber fotografiado las casitas multicolores de Punta Arenas, recorrido varias placitas y visitado un museo, decidimos irnos a la estación de buses. Allí teníamos que tomar uno que nos llevaría hasta Puerto Natales, nuestro próximo destino. Cuando el bus comenzó a arrancar, miré con tristeza y un poquito de esperanza por la ventana. Ni rastro de Crusoe.

Joanna Ruiz Méndez

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