A Hernán Rondón
Se llamaba a sí mismo el rey del Cocosette. Hernán cargaba varios paquetes de esa galleta en sus bolsillos y erigió un inusual reino en el que él era el máximo gobernante. Nunca supimos si se las comió todas o las cargaba por aparentar, pero ante la evidencia nadie se atrevió a disputarle el poderío durante su reinado.
Tampoco nadie se atrevió a robarle el puesto de echador de cuentos en las reuniones, convites y velatorios que se realizaban en el pueblo. Hernán llegaba a todas partes con una seriedad que disimulaba el torrente de anécdotas graciosas que le poblaban la mente y el verbo. Poco duraba el disimulo: pronto esbozaba una sonrisa, elegía un puesto estratégico y se ponía a hablar. Y era ahí cuando comenzaba la fiesta, incluso en los velorios. Hernán hacía reír a todo el mundo con sus cuentos, chistes e historias que aderezaba con su gracia particular. Los niños, adultos y ancianos gozaban con ese rural stand up comedy que no tenía competencia ni en Paparo ni en sus alrededores.
Mi amigo poseía, además, una particular habilidad en los juegos de mesa. Hernán era un virtuoso repartiendo las cartas, de tal forma que siempre se quedaba con las mejores y le daba a sus competidores las que quedaban. Fue él quien me enseñó un juego llamado Burro, que consistía en intercambiar naipes con los demás jugadores hasta quedarse con cuatro de la misma pinta. El primero en lograrlo debía poner la mano en el centro de la mesa, gritar BURRO y esperar a que los demás pusieran la mano encima de la suya. El que la ponía de último se ganaba una letra de la palabra burro y perdía el juego completo el que primero la completara.
El juego descrito así parece bastante civilizado, pero puedo afirmar con conocimiento de causa que incitaba a la violencia. Recuerdo que en unas vacaciones, dos amigos, Hernán y yo decidimos jugar el famoso Burro. Lo que comenzó como una forma de pasar el rato se convirtió en un delirio frenético en que todos terminamos arrancándonos las cartas de las manos, revisándolas una a una con la esperanza de juntar las cuatro de la misma pinta y lanzándolas por los aires si no nos servían. No todos caímos en el salvajismo; Hernán se relajó y se reía de vernos pues casi siempre repartía las cartas y por ende usualmente ganaba, aunque a veces para aumentar el frenesí lanzaba la mano al centro de la mesa y gritaba cosas como POLLITO, solo para vernos lanzar las manos como unos salvajes encima de la suya. A pesar de su risa y actitud, nos dimos cuenta bastante tarde que Hernán solo se estaba divirtiendo a costa nuestra.
Si en las cartas era un maestro, en el dominó no se quedaba atrás. Lo único que podía descolocarlo, y bastante, era tener un compañero que jugara mal. Allí se ponía serio, sudaba y hacía comentarios extrañamente pesimistas. Hernán ligaba directamente su dignidad al juego de dominó y consideraba cada derrota como un fracaso personal que le costaba superar. De tantas veces de ser su compañera, meter la pata y recibir sus críticas mordaces, yo también aprendí a jugar dominó bien. Creo que también se me pegó de él esa rara forma de ligar el honor y el dominó y hasta hoy es el único juego en el que me vuelvo verdaderamente competitiva.
Hernán también se destacaba en el baile y afirmaba que en las fiestas debía quitarse las mujeres a sombrerazos porque todas querían ser su pareja. Nunca lo vimos bailando, pero algunos habitantes del pueblo nos aseguraron que “el Bachaco”, como lo llamaban, no exageraba cuando presumía de su ritmo insuperable. Al parecer su especialidad era la salsa y su canción favorita era Rebelión de Joe Arroyo.
De tan bueno que era en casi todo, Hernán no solo era el rey del Cocosette; de alguna forma, también poseía un reino en Paparo. Me atrevo a decir que era el personaje más popular del pueblo porque iba sembrando a su paso historias hilarantes, juegos divertidísimos y un sinfín de risas y sonrisas. Definitivamente, era el rey.
Joanna Ruiz Méndez
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