domingo, mayo 02, 2010

Llanto

Soy de llorar en mi cuarto. Dijo esa frase casi sin pensar, fue una sentencia improvisada. Llorar en el cuarto, como si nadie más lo hiciera. Pero todo adquiría sentido si se cambiaba un poquito la oración: yo sólo lloro en mi cuarto. Así sí.
Llorar en el cuarto tiene para ella el sabor inigualable de un rito secreto. Llora profundamente, sin pensar en nada o pensando en todo. Sin poses. Sin escuchar mira como se le está cayendo el maquillaje, como se le descolocan los rasgos, que debilucha es. Llora sin etiquetas, con un llanto innombrable.
Llora viéndose al espejo, observando su cara sucia de lágrimas. Sus parpados inflamados. Sus ojos, los verdaderos dioses de ese milagro. Su rostro rojo. Las mejillas hinchadas. Que fea es la cara del que llora sin miedo, pero que sabroso es hacerlo. Tan sabroso que, en medio del diluvio, una risa profunda que viene de algún lugar del alma irrumpe en su boca y sacude dientes, lengua, cielo. Es una risa profunda, inmensa. No se puede contener.
Por eso prefiere llorar en su cuarto. Porque después de eso, se seca las lágrimas. Se le escapa el rojo de la cara. La hinchazón de las mejillas y los párpados. Recupera la máscara. La máscara que no llora porque tiene los ojos secos. La máscara que tiene una sonrisa enorme incluida. Con esa máscara sale del cuarto, dispuesta a comerse el mundo. Así sí sale. Así sí.

Joanna Ruiz Méndez

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