viernes, febrero 06, 2009

Llueve en enero

Hoy el escrito no es mío, sino de mi amigo Juan Carlos. Fue un trabajo para su taller de crónica y me parece excelente. Y bellísimo. Espero lo disfruten como yo.

La sombra mausoleo me protegía del agua. Era un refugio entre el fuego y el frío; ante la muerte, la música y el llanto. Cruces, ángeles y vírgenes a la sombra del cielo, preguntaron: “¿está lloviendo en enero?”. El mármol y la tierra, desprevenidos, se ahogaron en el rocío. ¡Dios! Los muertos ya se cansaron de tanto riego.
A trece lápidas de distancia, estaba el ritual. Una caja de madera, un muerto, una pelota roja, cien botellas de anís, dos altoparlantes negros y veinte caballos con jinetes (o motos con malandros, pero déjame llamarlos caballos y a ellos, jinetes); y por supuesto, la gente.
La caja de madera arropaba al muerto. El muerto, estaba muerto, además. La pelota roja rebotaba. Los jinetes (o malandros) rodeaban la caja de madera con sus caballos ruidosos. Los altoparlantes negros escupían una elegía salsera. Las botellas de anís, besaban la boca de los jinetes y de la gente que lloraba sin darse cuenta que llovía en enero.
Al muerto que le va importar si llueve o no; ya lo dije, había muerto. Quizá le hubiese importado hace 27 horas, antes que el plomo devorara sus sesos ¿O alguien cree que puede razonar teniendo cabeza de plomo?
Y los jinetes con sus caballos (y algunos sin estos), sacaron de las cinturas, sus instrumentos de fuego para acompañar el coro del réquiem. Tocaron su melodía de luces y percusiones que devoran la carne, los huesos, los sesos. No era la novena de Beethoven, pero ellos no lo hubieran notado tampoco. Así como no notaron el reclamo de los destellos y explosiones que gritaban al cielo: “¡Coño, por qué está lloviendo en enero!”.
En pleno concierto, uno de los intérpretes en disonancia, tocó unos de los destellos ascendentes. Fue un pecado tremendo. Recuerdo que de niño me decían que no tocara la luz de la bengala; ya entendí porqué. El hombre tuvo que enrojecer su camisa, por envolver su mano. Su cara no ocultaba el ardor (o el dolor, no sé). Así que abandonó la ceremonia en la parte trasera del caballo, mientras gritaba desesperadamente a su jinete: “¡Dale mamagüevo!”. No sé que me sorprendió más: si su estupidez; la gracia que me causó una tragedia ajena o, la lluvia del último sábado de enero.
Llegó el momento de sembrar la caja. La melodía ya cesó. Los lamentos subieron el volumen. El anís se derramaba sobre las flores y la ventana del elogiado (he escuchado de peas del más allá, pero esta gente busca algo más literal). El hombre de la túnica morada mandó a callar, al tiempo que dos mujeres decían entre sí: “puta, puta, es tu culpa”. Así se fue escondiendo poco a poco la madera en la tierra, hasta ser arropada con el cemento.
Terminó el acto, el tumulto, el ruido, los destellos, los insultos y ahora las lágrimas corrían por los cristos, los ángeles y las vírgenes. No eran por el muerto, era la lluvia en pleno enero.

Juan Carlos Mora

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