lunes, diciembre 29, 2008

De El Dorado a la casa

Pedimos una van para montar la montaña de maletas y paquetes que traíamos desde Caracas. Un señor se ofreció a ayudarme con mi equipaje y un muchacho ayudó a mi hermana con el suyo. Pensamos que estábamos presenciando en vivo la proverbial amabilidad bogotana, hasta que una vez montados en la van el señor nos dijo con tono autoritario:
- Se les agradece la propinita.
Y la propinita fueron tres mil pesitos, sólo por montar las maletas en la van. Pero una vez que emprendimos el recorrido a la casa de mi abuela, no tuve tiempo de pensar en más nada sino en la ciudad que volvía a ver después de tantos años. Si antes Bogotá había sido para mí un sueño neblinoso en mis recuerdos de niña, ahora me parecía una enorme-gigante masa de concreto y verde en donde las calles no son hermanas como en Caracas, sino primas lejanas.
Lo más bonito de Bogotá es que se ilumina en navidad. Y no es una metáfora boba: realmente se ilumina. A la ciudad la invaden millones de luces que lo mismo adornan casas, calles y tiendas, que importantes sedes gubernamentales. En el camino nos sorprendió una construcción imponente repleta de figuras luminosas y cuya entrada era custodiada por dos esferas que daban la impresión de explotar como un colorido Big Bang. Mi hermana le preguntó al taxista si era un centro comercial.
- No –dijo el señor-. Es la sede de la Gobernación de Cundinamarca.
Seguimos el camino con el resplandor de la ciudad en los ojos. Cuando llegamos a la casa de mi abuela, caímos en cuenta que allí no había luces como en el resto de la ciudad. Y aunque opaca, la casa tiene un encanto natural que supera sus carencias. Al entrar, un olor antiguo nos pegó en las narices frías. Mi hermana, recordando su propio viaje de la infancia a Bogotá, dijo entre melancólica y entusiasmada:
- Esto huele a Colombia.

Joanna Ruiz Méndez

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