domingo, agosto 31, 2008

Por fin, Rayuela

Desde enero. Guardada, sin quitarle el plástico, intacta. Desde enero tenía Rayuela y me daba como miedo leerla. Hasta que me decidí: la saqué del cajón en donde estaba, le quité el plástico y la abrí. Y comencé a leerla, por fin.

Los capítulos del lado de allá (en París): son sublimes y casi me arrepentí de no haberlos leído de corrido. Releyéndolos sin saltar a los capítulos prescindibles se me hicieron poesía pura.
Los del lado de acá (en Buenos Aires): Lejos de la metáfora que es París, Buenos Aires se antoja una casa segura, conocida, rutinaria. Pero como la vida de Oliveira no es un lugar común, esta ciudad tampoco lo es. Es su circo particular, y el de Talita y Traveler. O su manicomio, según como se vea.
De otros lados (capítulos prescindibles): Es verdad, hay joyitas, pero también otros que si se me hacen prescindibles. Pero al final, cada quien elige como leer Rayuela. Mi recomendación: leer el “segundo libro” recomendando por Julio Cortázar (intercalando estos capítulos con los de las dos primeras partes) y luego, en la relectura, prescindir de ellos. La primera forma me puso a pensar, pero la segunda la disfrute más.

Es como necio recomendar Rayuela. Es evidente que hay que leerla. Aunque al principio me pareció intensa y fastidiosa -un libro para intelectuales trasnochados-, poco a poco, la historia del antihéroe-antisocial-antitodo de Horacio Oliveira me atrapó y comencé a leerla con gusto. De a ratos para que no se acabara tan rápido, pero también para entenderla. Y también abandonándola unos días, para retomarla después y darme cuenta que cada vez me parecía mejor. Mucho mejor.
A pesar de lo antipático que a veces se me hacía Oliveira –merecedor del más largo, inspirado y rebuscado insulto que haya leído antes-, entiendo que todos somos un poco él. Siempre buscando. A veces encontrando. La mayoría de veces no. Criticando lo absoluto, pero deseosos de que exista. Somos Oliveira. Jugamos como él en esta rayuela de la vida –metáfora simplista pero oportuna-, empujando la piedrita con la esperanza de alcanzar la próxima casilla; esa piedra que es la licencia para abandonar la tierra y tocar el cielo, aunque sea por un ratico y con la punta del pie.

Joanna

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