“Hay dos formas de convertirte en profesor de rumba. La primera es porque naces con eso, lo llevas dentro de ti. La segunda, te preparas a nivel profesional. Yo soy una combinación de ambas”. En Juan Gutiérrez además influyó un tercer elemento: su familia. En su casa, además de maracas y tambores, también había casetes del Gran Combo de Puerto Rico, Grupo Niche, Willie Colón, Orquesta Guayacán y Héctor Lavoe. Había también, según sus propias palabras, una mamá que baila por todo.
El segundo piso de ese gimnasio que está por la 116 es
amplio y luminoso. Del lado derecho hay varias máquinas de cardio, al fondo se
ven grandes ventanales que dan a la calle y hacia la izquierda está un espacio
despejado en el que destacan los espejos que ocupan todas las paredes y unas
colchonetas arrumadas hacia una esquina. Ese es el escenario de Juan. Allí,
frente a los espejos, baila. Detrás de él, varios alumnos lo siguen. Lo siguen
incluso cuando hace esa coreografía de Danza Kuduro que incluye meneo de
caderas, un giro sabroso de 360 grados sobre su pierna derecha y diversos
movimientos de brazos: arriba, al nivel de la cintura, hacia los lados. Algunos
participantes logran dominar los pasos, pero es claro que en esta clase ningún
alumno superará al maestro: la gracia y la energía de Juan son difíciles de
imitar.
Juan tiene 21 años y nació es Istmina, Chocó. Se lo
trajeron a Bogotá siendo un bebé y el ritmo se vino con él: desde hace año y
medio es instructor de rumba y mueve su cuerpo de ébano al ritmo de reggaetón,
salsa, champeta, merengue y funk. En realidad, Juan baila al ritmo que le
toquen y, por pura vocación, pone a bailar a otros también.
Cuando baila salsa –casi siempre un clásico, como
Oiga, Mire, Vea o Aguanile - Juan repite siempre un paso: los brazos
flexionados a la altura del pecho se mueven como si estuviera tocando una
puerta imaginaria con insistencia mientras los pies giran rápidamente de forma
que vira de izquierda a derecha en cuestión de un segundo. No todos los alumnos
lo siguen con el mismo éxito, pero no es un movimiento difícil. Si una persona
es constante puede que, después de algunas clases, termine dominándolo.
“Trato de no manejar pasos muy elaborados porque esto
no es una escuela de baile. La gente viene a hacer ejercicio de una manera
divertida y para muchos no coger los pasos puede ser algo frustrante. Yo tengo
que hacer pasos que sean muy sencillos y que a la vez las personas los
disfruten”. La rumba de Juan no es solo baile: también es metodología. Sus
palabras denotan un compromiso importante con este oficio que ha elegido como
una forma de liberar el estrés de la oficina. De 8 a.m. a 5 p.m., tiene un
trabajo en donde hace planos y revisa obras de construcción. Él, en su vida
fuera del gimnasio, es arquitecto.
Uno de los pasos clásicos de la champeta es el famoso caballito. Para hacerlo se deben abrir un poco las piernas, se hace un movimiento similar al que haría un niño cuando juega a que está cabalgando y se abren y cierran parcialmente las rodillas, las cuales deben estar un poco flexionadas. Juan lo baila así mientras que mueve los brazos hacia adelante, un poco debajo del pecho, entrecruzándolos. Lo hace ver fácil, aunque para muchos no lo sea. De hecho, los alumnos juiciosos intentan imitar al profesor, pero cuando se trata de champeta, la clase se vuelve el mito de la caverna de Platón: Juan es la figura original y el resto de las personas son solo sombras en una de las paredes de la cueva.
Uno de los pasos clásicos de la champeta es el famoso caballito. Para hacerlo se deben abrir un poco las piernas, se hace un movimiento similar al que haría un niño cuando juega a que está cabalgando y se abren y cierran parcialmente las rodillas, las cuales deben estar un poco flexionadas. Juan lo baila así mientras que mueve los brazos hacia adelante, un poco debajo del pecho, entrecruzándolos. Lo hace ver fácil, aunque para muchos no lo sea. De hecho, los alumnos juiciosos intentan imitar al profesor, pero cuando se trata de champeta, la clase se vuelve el mito de la caverna de Platón: Juan es la figura original y el resto de las personas son solo sombras en una de las paredes de la cueva.
El esfuerzo se ve recompensado así no sea de la forma
esperada. Así le pasó a uno de los alumnos. “Hay un chico que no bailaba nada
de champeta cuando empezó y yo aquí le expliqué como era. Hace poco me contó
que bailando champeta conoció a una chica y ya es su novia. Entonces yo pensé:
´gracias a que yo le enseñé a bailar champeta el muchacho consiguió la
conquista´”.
La franela de Juan queda empapada de sudor cuando
termina la clase, pero él no muestra señales de cansancio. Sus movimientos son
firmes, precisos y enérgicos hasta el final. Abdominales y unos ejercicios de estiramiento
dan por culminada la sesión. Sin embargo, nadie se va hasta que Juan dice su
frase de cierre: “regálense un fuerte aplauso”. Todos aplauden y esos aplausos
van para ellos pero, en cierta manera, también van para él.
Joanna Ruiz
Méndez