1. 27 de noviembre de 1992. Estaba con mi mamá y mis dos hermanos.
Mi papá estaba de viaje. Afuera se escuchaban tiros y el rugido de los aviones
que pasaban muy cerca del edificio. Mi mamá nos pidió que nos tiráramos al
piso, que rezáramos. La angustia los embargaba a los tres: yo me reía. No entendía
porque se angustiaban tanto. Apenas tenía cuatro años y desconocía que ese
ruido infernal era sinónimo de horror y muerte. Luego me explicaron que fue una
intentona de golpe de Estado. Ya los militares habían pretendido tomar el poder
el 04 de febrero de ese mismo año pero, como fracasaron, volvieron a intentarlo.
Esa vez también volvieron a fracasar, pero en el proceso lograron atacar
Miraflores, la sede del Gobierno de Venezuela. Nosotros vivíamos a una cuadra
de allí. Corrimos un inmenso peligro pero en el momento no pude percibirlo;
después sí. Tengo evidencias para afirmarlo: la primera, es que nunca he podido
sacar de mi mente ese recuerdo de mi mamá con sus tres hijos tirados en el
piso; la segunda, es que jamás pude volver a escuchar explosivos de ningún tipo
cerca de mi casa sin sentir escalofríos.
2. 11 de abril de 2002. Mi hermano no llegaba. Afuera se escuchaban
tiros y él no llegaba. Mi hermana, pegada a su celular, recibió una llamada.
Era un amigo de ella que estaba en la marcha que se dirigía a Miraflores: “Al
muchacho que estaba a mi lado le acaban de dar un disparo en la cabeza”, le
dijo. En la televisión, la pantalla dividida en dos mostraba al mismo tiempo la vorágine que se vivía en el centro de Caracas –y que nosotros podíamos escuchar en
vivo y directo- y un discurso de Hugo Chávez. Mi hermano finalmente llegó y
todos pudimos volver a respirar relativamente tranquilos. Como en el camino a
casa no tuvo acceso a ningún medio de comunicación, al cerrar la puerta nos
preguntó inocente: “Pasé por Puente Llaguno y me parece que hay disturbios.
¿Saben si está pasando algo?”.
3. 14 de abril de 2013. Al llegar a mi centro electoral para el
acto de escrutinio, la gente se agolpaba para poder entrar y participar en este
proceso. Tan divididos como la pantalla del 11 de abril: chavistas por un lado,
opositores por otro. Como no podía entrar todo el mundo, se decidió que cuatro
personas de una tendencia y cuatro de la otra entraran al recinto. Mi hermano
entró, pero mi hermana y yo tuvimos que esperar afuera. Conforme pasaba el
tiempo, el ambiente se hacía cada vez más tenso: llegaron muchos motorizados simpatizantes
del gobierno con actitud hostil y los chavistas que no estaban en moto gritaban
consignas para provocar a los opositores. Uno de ellos incluso fue más allá: sin
ningún pudor, se bajó los pantalones y la ropa interior. Salvo un par de
intentos de regaños, los policías presentes no decían mucho. Corrían rumores
por todos lados: “Va ganando Maduro”, “Sigue ganando Maduro”, “Ganó Capriles”.
Cuando ya se había conformado un grupo considerable de motorizados -cuya
actitud parecía cada vez más amenazante- me acerqué a un policía y le pregunté:
“si ocurre algún tipo de enfrentamiento, ¿ustedes van a poder intervenir?”. Me
miró con tristeza y resignación: “No. Mejor váyanse para sus casas”. Todos los
opositores se fueron, salvo los que teníamos familiares en el centro electoral.
Apenas salieron, corrí con mis hermanos a la casa para esperar que dieran los
resultados de las elecciones. Antes de irme eché una mirada hacia el lugar
donde se habían agrupado los motorizados: todos seguían allí.
4. Febrero y Marzo de 2014. Estoy en Bogotá. Todos los días le
pregunto a mi familia cómo están las cosas, leo la prensa nacional e internacional,
reviso el Twitter incansablemente, no me pierdo ni un comentario de mis amigos
en Facebook. Yo estoy en Colombia pero trato de entender lo más que pueda lo
que pasa en Venezuela. Vivo pensando en cómo organizar mi vida aquí, pero
también necesito saber lo que está sucediendo allá. Mi mente -tan dividida como
esa pantalla de abril de 2002, como las personas a las afueras de mi centro de
votación, como el pueblo venezolano- no da tregua. No importa que ya no escuche
el rugido de los aviones o un fragor de tiros anunciándome la desgracia, ni que
tampoco tenga que lidiar con la actitud amenazante de un grupo de motorizados. No
importa, porque mi familia, mis amigos y muchos de mis compatriotas deben encarar todo eso y más en estos días. Estoy a cientos de kilómetros pero siento en mi pecho esa ansiedad colectiva. La angustia que te genera la injusticia, el horror y la muerte en tu país siempre está
allí presente. Esa angustia, al igual que el amor por la tierra que te vio
nacer, jamás sale del alma.