Y se montó el
señor. Era moreno, tenía barba y bigote, la ropa algo sucia y una guitarra
vieja. Me fastidió verlo porque asumí que nos pediría dinero o nos vendería
algo. La guitarra tuvo que haberme dado pistas, pero no le presté atención. Dio
los buenos días y dijo que iba a cantar. Comenzó a tocar la guitarra y
de su voz salió esa frase tan conocida, de esa canción que tanto me gusta:
- Todo pasa y todo queda…
Y juro que si
hubiese tenido los ojos cerrados, hubiera pensado que Joan Manuel Serrat se
había montado en un carrito por puesto en plena avenida Baralt a cantarle a una
partida de desconocidos su canción más famosa. Era casi una injusticia cuando
el señor cantaba:
- Nunca perseguí la gloria…
Y si la había perseguido, ésta le había sido
esquiva. Era un talento perdido en las calles que no tenía más riqueza que su
voz. Pero seguro ese señor, que cantaba entregado por completo a la música y
era un artista de corazón, disfrutaba de un imaginario universo personal que el
resto de los mortales no conocemos. Seguramente había vivido en mundos sutiles,
ingrávidos y gentiles, y eso le bastaba…
Cuando terminó la
canción todos aplaudimos asombrados porque nadie se imagina que en el centro de
Caracas a uno le pueda pasar algo tan maravilloso. El señor colectó mucho
dinero, todos nos sentíamos generosos y con ganas de recompensar a cualquiera
que alterara nuestra vida cotidiana con su magia. Un señor que estaba a mi
lado y que se parecía muchísimo a don Ramón, el de El Chavo, me dijo con
los ojos brillantes:
-
Canta bonito ¿verdad?
Yo le sonreí
asintiendo. Aunque no hubiese perseguido la gloria, el señor había dejado
aquella vez, en la memoria de todos nosotros, su canción. No volví a verlo pero
todavía, cuando agarro un carrito en la avenida Baralt, no pierdo la esperanza
de que aparezca ese caminante de carritos por puesto que hace algunos años, no
recuerdo cuantos, me deslumbró con su canto.
Joanna Ruiz
Méndez