Mi historia en el teatro comenzó en el ballet. Como algunos de los que leen este blog sabrán, fui bailarina por dos años cuando era niña. Si bien era flaca y estilizada, no tenía el tesón, la constancia y sobre todo, la flexibilidad que necesita una bailarina. Sin embargo, gracias a mi última representación en el ballet –era la bruja en la Bella Durmiente-, descubrí un talento actoral que hasta ese momento tenía escondido.
Creo que cualquier otra niña se hubiera decepcionado con el nada deseable papel de bruja. Sin embargo, yo me encargué de sacarle todo el provecho que pude. Hacía muecas exageradas, ponía cara de mala malísima y movía con perversidad mis manos, que exhibían orgullosas unas uñas postizas, largas y negras. Yo casi no bailaba, a lo máximo daba dos o tres vueltas. Todo era actuación en ese papel.
Fue una profesora la que me lo comentó y me recomendó meterme a teatro cuando supo que desertaba del ballet. Comencé en el grupo de teatro del colegio y me quedé. Mi primera obra fue La improvisación del alma de Eugene Ionesco, una obra obviamente absurda en la que yo tenía el papel de teatróloga despistada. Los ensayos fueron duros, mi relación con el grupo era mala y mi ánimo decaía con cada día que pasaba. Sin embargo, no abandoné el teatro como sí hice con el ballet y conseguí una sola explicación para eso: el teatro me gustaba demasiado.
Con esa obra hice mi primera presentación con un público numeroso. Fue un éxito. Luego vendrían Los ladrones somos gente honrada de Enrique Jardiel Poncela, en la que tuve el papel de una mamá exagerada y fastidiosa, y después participé en una versión bastante pálida de Fama, en la que era la profesora de teatro, rígida y exigente, que la emprende con el alumno que se las da de graciosito en las clases. En mi último año en el colegio tuve el lujo de representar un personaje escrito por mí. Una compañera y yo escribimos un guión en el cual yo plasmé todo mi drama juvenil y mi amiga todo el humor que la caracterizaba; la obra fue un híbrido de ideas y conceptos que a mi parecer no fue tan mala.
Cuando entré en la universidad, abandoné toda relación con el teatro. Sólo hasta hace unos seis meses retomé esta actividad gracias a un curso de actuación y me di cuenta la falta que me hacía. No sólo fui feliz de volver a explorar todas las posibilidades que el teatro ofrece, sino que me encantó experimentar el principal elemento del que éste se nutre: la pasión. En el teatro hay que darlo todo. Ser generosos, derrochar talento, vitalidad, entusiasmo. Pactar con la acción, jamás con la inercia. Dejar todo en las tablas para conjurar ese maravilloso alimento del ego llamado aplauso. Sentir, el verbo que mejor se conjuga con ésta y todas las expresiones artísticas.
Aunque nuevamente me tomaré una pausa en mi actividad teatral, no quiero olvidar esta lección de pasión porque también sirve para la vida diaria. Porque la vida, si se vive con pasión, no se vuelve rutina. Es magia pura, como el teatro.
Joanna Ruiz Méndez