lunes, julio 19, 2010
Aniversario con retraso
sábado, julio 17, 2010
De mi experiencia en México (y III)
Mérida fue mi segundo destino. La capital de Yucatán me sorprendió por un clima que, aunque caluroso, nunca me llegó a fastidiar. Es muy parecido al calor caraqueño, por lo que tuve la agradable sensación de estar en casa. Otra coincidencia: el centro de la ciudad me pareció absorbente, caótico, poco amable. Con este descubrimiento tuve también la -desagradable- sensación de estar en casa: el centro caraqueño es muy parecido. En Yucatán conocimos las impresionantes Uxmal y Chichén Itzá, dos antiguas ciudades mayas que impresionan por su arquitectura y por la historia que cuentan, entre susurros, cada una de sus construcciones.
Chichen Itzá
Finalmente llegamos a mi parte favorita del viaje: Río Lagartos. No me detendré en los aspectos formales de la reserva natural –llamado oficialmente Reserva de la Biosfera Ría Lagartos- y tampoco en el ya mencionado e inolvidable paseo en lancha por los manglares que hice con algunos de mis colegas. Contaré, si me permiten, una experiencia personal.
Realizamos una larga caminata de noche por las costas del lugar, con la finalidad de ver desovar a las tortugas marinas. Bueno, las tortugas no hicieron acto de presencia. O casi no hicieron, porque unos pocos grupos fueron afortunados y sí vieron una. Y ya. Yo personalmente no vi ninguna, porque cuando pude traspasar el grupo de gente alrededor de la tortuga, ésta ya se había metido al agua. Sin embargo, la larga caminata de la playa valió la pena para mí porque conocí las estrellas.
Claro que había visto estrellas antes. Pero nunca así, nunca en esa cantidad, jamás con ese brillo. Una legión de estrellas demarcaba perfectamente la bóveda del cielo. Sentí que esa noche, en la playa de Río Lagartos, estaban naciendo constelaciones y galaxias enteras. O que se estaban mostrando por primera vez en el firmamento, solamente para que nosotros las viéramos. Ese cielo maravilloso se vio coronado por una luna amarilla-naranja brillante, escandalosa, que salió de las profundidades del mar para alumbrar el resto de nuestro recorrido. Cada vez que pienso en México, recuerdo todo lo que he contado hasta ahora, pero recuerdo especialmente esa extraordinaria noche hecha de estrellas.
Esta crónica ya se ha hecho demasiado larga, pero no puedo terminarla sin mencionar que todas estas vivencias se vieron envueltas en un contexto especial: la Ruta Quetzal. Esta fue la expedición que me tocó cubrir como periodista y que me permitió conocer México más allá del turismo evidente. En el primer post mencioné que a un lugar lo hace la gente y puedo afirmar lo mismo de los viajes. Las personas que conocí –organizadores, los ruteros venezolanos, mis colegas y otros profesionales que formaban parte del llamado “grupo de los adultos”-, hicieron de este viaje una experiencia definitivamente inolvidable.
Joanna Ruiz Méndez
lunes, julio 12, 2010
De mi experiencia en México (II)
En el Aeropuerto Internacional de la Ciudad de México también tuve una mala experiencia en este sentido. Me senté en un cafecito a terminar de ver el juego de Brasil y Chile y pedí una Coca Cola. Me dijeron que si quería palomitas, que eran gratis y yo acepté. Me pareció una atención muy buena hasta que fui a pagar el refresco: 40 pesos. Estaba recién llegada a México, pero aún así tenía la fuerte sensación de que me estaban estafando. Las palomitas, de gratis, nada. Lo confirmé después con varios mexicanos, que me dijeron que lo más caro que te sale un refresco de lata son 15 pesos, máximo 20. Debo admitir que esa experiencia y las posteriores hicieron que me volviera un poco tacaña, amarrada o como diríamos nosotros, pichirre.
Si bien mi relación con el comercio no fue buena, mi experiencia gastronómica si lo fue. La comida mexicana es deliciosa, colorida y, como todos saben, especialmente picante. Ya en Venezuela había probado algunos platos de este país que podían ser aderezados con una salsa capaz de hacerte llorar y dormirte la boca si no la consumías moderadamente. Sin embargo, en Venezuela los platillos mexicanos son opcionalmente picantes. En México, el picante es una presencia fundamental en casi todas las comidas.
Desde salsas, asados y sopas hasta algunos helados, o paletas como dirían ellos, son picantes. Sí, los helados. Cuando fui a comprar uno de piña el señor me preguntó:
- ¿Con o sin?
- ¿Con o sin qué? –pregunté.
- Con o sin chile – me dijo Susana, que obviamente tenía mucha más experiencia que yo en el tema.
- Sin chile, por favor –dije yo, asombrada ante la posibilidad nunca antes pensada de comerme un helado picante.
Si bien no me atreví con la paleta, en Campeche decidí tomarme un chocolate caliente con chile al mejor estilo de los antiguos mayas. Aunque luce y sabe como un chocolate normal, la verdadera sorpresa está cuando este líquido pasa por la garganta, pues el saborcito dulzón se vuelve una indescriptible sensación abrasadora. Sin embargo, después de los primeros sorbos y de echarle un poquito más de azúcar, me pareció una bebida deliciosa y espero con ansias mi próximo viaje a México para volver a probarla.
Joanna Ruiz Méndez
De mi experiencia en México (I)
Una de las primeras personas con quien hablé fue Jaime, un joven campechano que conocí en el aeropuerto de México. Después de un rato conversando –o platicando, como dirían ellos- nos dimos cuenta que íbamos al mismo destino: Campeche. El viaje fue una pesadilla por el mal tiempo y en medio de la terrible turbulencia, el joven me confesó que era la primera vez que se montaba en un avión. Yo tenía el presentimiento que ese podría ser mi último viaje, así que decidí hacer un postrero acto de caridad en mi vida: le mentí descaradamente al muchacho. Le dije que la turbulencia era más que normal, que eso siempre pasaba, que nosotros llegaríamos sanos y salvos a nuestros destinos. Jaime se animó y se puso a hablar tranquilamente conmigo, que tomaba café y más café porque esta bebida, contrario a lo que se pueda pensar, me relaja mucho. Fue solo cuando aterrizamos y yo comenté con otro pasajero lo nerviosa que estaba, que Jaime se dio cuenta que no le había dicho la verdad.
- ¿Entonces no es normal que el avión se mueva así? – me preguntó sorprendido.
- No Jaime, no es normal.
- Más nunca vuelvo a creer en las venezolanas.
Aunque su reproche parecía sincero, creo que mi amigo campechano agradeció mi mentira, porque me ayudó con el taxi y las maletas y se despidió de mí con un gran abrazo, a la vez que me deseaba buen viaje.
La segunda mexicana que conocí fue otra periodista, quien sería mi compañera de habitación por el resto del viaje. Susana –no es su verdadero nombre-, me recibió con afecto desde el primer momento. Su carácter maternal la hacía despertarse un poco más temprano para que yo pudiera dormir un poco más, hasta que decidí que no abusaría de su confianza y le devolví el favor algunos días. También preparaba café por las noches para las dos, me prestaba su laptop porque yo no llevé la mía y casi siempre me cedía la ventana en el autobús donde nos transportábamos los periodistas y así yo siempre dormía cómoda en los trayectos largos. Su última gentileza fue despertarse a las 4 de la mañana en mi último día en México, para asegurarse que yo me despertara también y no perdiera el autobús. Me despedí de Susana con tristeza, no sin antes asegurarle que en Venezuela siempre sería bienvenida.
Otro personaje importante de mi aventura mexicana fue el señor Víctor, el chófer del autobús donde nos transportábamos. Aunque no tuve muchas oportunidades de hablar con él, me impresionaba su disposición y amabilidad, incluso cuando pudiera tener razones para molestarse. Una vez tuve que llamarlo para que fuera al autobús única y exclusivamente a abrirme la puerta, para que yo pudiera guardar unas cosas que no quería cargar. Contrario a lo que pudiera pensarse, el señor Víctor llegó con una sonrisa y me dijo apenado:
- Disculpe la tardanza.
Entre otras personas que destacaron de mi experiencia mexicana, resaltan las recepcionistas del hotel en Río Lagartos –lamento no haberles preguntado sus nombres-, que además del café divino que preparaban para los huéspedes, también mantenían una sonrisa constante para todos nosotros. No puedo olvidar al señor Elmer, un promotor turístico del mismo lugar, que en su lancha nos dio un paseo inolvidable por los manglares y nos enseñó muchos detalles sobre la fauna y flora de esta reserva natural. Debo también mencionar a mi amiga Paola, a la que conocí en Vancouver, quien hizo un largo viaje para poder reunirse conmigo unas horas en el aeropuerto de México.
Es evidente que a un lugar lo hace la gente y el México que conocí en algo más de una semana fue un lugar especial para mí precisamente por eso: por la gente que conocí allí. Aunque también tengo otras anécdotas un poco menos felices, puedo decir que no fueron tan importantes en este viaje y en todo caso, serán tema de un próximo post.
Joanna Ruiz Méndez