Ayer me reí mucho releyendo Piedra de mar. Muchísimo. Creo que las otra veces que la leí todavía me sentía demasiado identificada con Corcho como para poder burlarme de sus tragedias. En cambio ayer no pude evitar reírme de su mala suerte, de su mente imaginativa, de su particular humor negro y punzante. De su adolescencia.
Claro, además de la risa, sentí algo de nostalgia. Recordé que cuando leí Piedra de mar la primera vez, yo también era adolescente. En ese momento, sí sufría por todo lo que le pasaba a Corcho. Porque hacía el ridículo. Porque no sabía que hacer con el montón de futuro que tenía por delante. Porque tenía una hermosa piedra de mar en su poder –su propia juventud, su amor- y no podía dársela a quien él quería. Además, la primera vez que leí el libro fue porque me lo prestó un amigo que para mí era idéntico a Corcho y la confusión adolescente del protagonista de la historia era la de mi amigo. Entonces sufría por los dos.
Esta relectura del libro de Francisco Massiani me trajo recuerdos y risas. Recuerdos de mi adolescencia. De mi amigo, que para mí siempre será Corcho. De esas pequeñas tragedias cotidianas que también me desvelaban como a él. Las risas vinieron porque es imposible no sentirse demasiado joven leyendo este libro. Demasiado joven y demasiado feliz.